25.12.08

4c

–¿Dónde están los demás? –dijo Luna.

–Por ahí —dijo Glinda.

–Y ¿qué estás haciendo tú aquí sola? –dijo Luna distraído.

–Vine a conversar contigo –dijo Glinda.

–¿De qué?

–No sé, de cualquier cosa –dijo Glinda, tratando de sonar casual.

–Pues tú dirás –dijo Luna, bajando el libro y mirando a Glinda con curiosidad, como si la mirara por primera vez.

–Sabes que hoy finalmente hicimos la ceremonia –dijo Glinda.

–Y ¿cómo salió todo? –quiso saber Luna.

–Pues, más bien raro –dijo Glinda–. Es como si ya no quisiéramos seguir jugando… como si… como si estuviéramos creciendo ¡es horrible! –y se largó a llorar como una niña.

***

–¿Dónde están los demás? –dijo Olga.

–Por ahí –dijo Martín.

–Y ¿qué estás haciendo tú aquí solo? –dijo Olga extrañada.

–Vine a conversar contigo –dijo Martín.

–¿De qué? –preguntó Olga y dejó de mirar las fotos.

–Sabes que hoy por fin hicimos La Ceremonia –se atrevió a decir Martín después de un rato de duda.

–Y entonces –dijo Olga– ¿cómo quedó todo?

–No sé. Más bien raro. Resulta que después de todo el Capitán no encontró el tesoro.

–¿Y por qué no lo encontró?

–Porque Glinda dijo que no estaba ahí –dijo Martín casi llorando.

–No seas tonto, ya encontrarán una historia nueva –dijo Olga– no sé cómo no se han aburrido ya del tal Capitán Paz, ¿no te parece que ya llevan como mucho rato con él? Lo que tienen que hacer es cambiar de historia y santo remedio.

Olga se levantó, sacudió el pelo de Martín y entró en el cubículo a arreglarse.

–Me tengo que ir –dijo.

Martín se quedó donde estaba, sentado sobre una pila de ladrillos. Pensando. Ahí estaba todavía cuando llegó Ígor y preguntó por Olga.

–Ella se fue hace rato –dijo Martín.

–Y tú qué haces ahí solo, ¿dónde están los demás? –preguntó Ígor sin sentarse.

–Por ahí –dijo Martín.

–Bueno, me tengo que ir –dijo Ígor–. No pienses tanto que eso hace daño.

Martín quiso reírse, pero no le salió.

***

–¿Llaman? ¡Entrad! ¿Quién vendrá otra vez a importunarme? –dijo Fausto.

–Soy yo –dijo Ninfa.

–Entra –dijo Fausto.

–Debes decirlo tres veces –dijo Ninfa.

–¡Entra, entra pues! –dijo Fausto.

–Así me gusta –dijo Ninfa–. Espero que hoy podamos entendernos. He venido a pedirte que me ayudes a explicarle a los otros por qué nada está saliendo como estaba previsto.

–«¡Renuncia! ¡Es preciso que renuncies!» –dijo Fausto.

–He aquí la cantinela eterna que zumba en todos los oídos –recitó Ninfa.

–Cada mañana me levanto con espanto y de buena gana derramaría amargas lágrimas al ver que el nuevo día no ha de colmar ni uno de mis ardientes deseos, sino que, al contrario, ha de desvanecer en su curso hasta los presentimientos de toda alegría, con las mil bufonadas de la vida, haciendo abortar las creaciones de mi corazón conmovido –dijo Fausto.

–Y sin embargo, nunca es la muerte un huésped bien recibido –dijo Ninfa.

–¡Ah! ¡Dichoso aquel a quien ella corona de sangrientos laureles en el fragor del combate…! –dijo Fausto.

–Necesito hablar contigo –se impacientó Ninfa.

–¡Maldito el jugo embalsamado de la uva! ¡Malditos los favores supremos del amor! ¡Maldita la esperanza! ¡Maldita la fé! ¡Y maldita sobre todas las cosas la paciencia! –dijo Fausto.

–¡Ya, ya! ¡Ya has destruido el hermoso mundo con tu poderosa mano! –dijo Ninfa. Y se fue.

4b

Hoy toca Ceremonia de Iniciación, dijo Martín, que había esperado con emoción este día. Pero hay que tratar de que todo resulte como es debido, dijo Glinda. Solamente depende de nosotros, dijo Martín. Hoy nadie quiere jugar, aceptó Ninfa, así que nos toca solos. Por qué no invitamos a Rebeca, dijo Glinda. Estás loca, dijo Martín, será para que terminemos todos amoratados y sangrando. Tal vez esa sea la mejor Ceremonia, dijo Ninfa con un tono fúnebre. Déjense de cambios a mitad de camino, dijo impaciente Martín, dijimos que la Ceremonia era sagrada y secreta. Es lunes, es febrero, no podemos seguir esperando, insistió. Está bien, dijo Glinda. Empecemos, dijo Ninfa.

Era una noche de luna llena, empezó Martín. El viento se había detenido y nada se movía en medio de las ruinas de la ciudad destruida, dijo Glinda. El Capitain Peace había llegado con sus secuaces a rescatar el tesoro que había dejado oculto años atrás, dijo Ninfa. Pero antes del rescate era necesario que sus hombres pasaran por La Ceremonia, dijo Martín que seguía impaciente. Todo estaba dispuesto, dijo Glinda acercando las cajas, los platos y el vaso, las velas y el cuchillo. Cada uno de ellos debía beber la sangre y compartir el alimento sagrado, dijo Ninfa, sirviendo en los platos las cucarachas abiertas en dos y aderezadas con sal. El Captain Peace alzó la copa con su sangre y dijo “tomad y bebed todos de él porque éste es el caliz de mi sangre”, dijo Martín levantando sobre su cabeza el vaso sin mostrar un solo gesto de dolor. “Sangre de la alianza nueva y eterna...”, dijeron a coro Glinda y Ninfa. Todos tomaron, dijo Martín, pasando el vaso. Luego el Captain Peace levantó el alimento sagrado y dijo “comed todos de él porque éste es el símbolo de nuestra unión frente a nuestros enemigos pasados, presentes y futuros”, dijo Glinda. Todos comieron, dijo Ninfa levantando el plato.

Todo estaba en silencio cuando los piratas finalizaron La Ceremonia, dijo Ninfa bajando el plato. El viento había vuelto a soplar y una lluvia menuda lo mojaba todo, dijo Glinda.
Entonces el Captain Peace se levantó como iluminado y caminó derecho hacia el edificio en el que habían escondido su tesoro, dijo Martín. Sus hombres lo siguieron en respetuoso silencio, dijo Ninfa. Cuando llegaron a las ruinas del edificio predestinado, dijo Glinda, el Captain Peace se detuvo y desenvainó su espada. Se hincó de rodillas y murmuró un agradecimiento, dijo Martín. Luego entraron y bajaron al sótano, dijo Ninfa. Pero algo extraño parecía haber sucedido, dijo Glinda. ¿Qué pasó? dijeron Martín y Ninfa que no se esperaban ningún cambio de planes. Que el tesoro ya no estaba, dijo Glinda. ¿Cómo que no? ¡Eso no lo habíamos dicho, así no se vale! dijo Martín furioso. No todo tiene que ser como estaba previsto, dijo Ninfa. Por supuesto que no, dijo Glinda, yo no lo veo ya, yo no veo el tesoro donde lo dejaron, por eso es que no está. Entonces ¿cómo va a seguir la historia? preguntó Martín con angustia. Pues no sé, supongo que tenemos que averiguarlo, dijo Glinda. Y salieron todos corriendo porque se les hacía tarde.

23.12.08

4a

Tienen las patas más marrones que negras, el cuerpo más negro que marrón. Respiran. Su nombre dice de ellas muy poco. Cucarachas. Entran y salen de la noche y es todo lo que sabemos de ellas. Que han estado aquí por siempre, que siempre estarán. Que una mujer atormentada escribió alguna vez todo un libro para contar cómo un personaje se comió una cucaracha. ¡Mentira! ¿Quién te dijo eso? ¡Pregúntale a Olga! ella me lo dijo. Así no se vale, dijo Martín. No peleen que todavía hay mucho que hacer, dijo Ninfa. Era lunes, febrero.

Recogían cada uno de los insectos cuidadosamente con los dedos y los colocaban en distintas cajas. Cada caja tenía una etiqueta. Primer plato, segundo plato, tercer plato, postre. Un gran vaso de plástico embadurnado de tierra dejaba ver una inscripción en marcador verde: vino tinto. Todo estaba colocado en orden sobre una especie de repisa hecha con una tabla astillada montada sobre dos ladrillos rotos al lado de la puerta del cubículo de Guillermo, detrás de las matas. Era “El Rincón”. Los niños estaban preparando la Ceremonia. Nadie sabía qué significaba eso, pero venían hablando de ella desde hacía meses. Se perdían por horas en Tierra de Nadie o en El Rincón, cuchicheando y riéndose. Parecían hormiguitas diligentes. Si se les preguntaba algo respondían con un juego de palabras o hablando de otra cosa. Era lo mejor que sabían hacer, hablar siempre de otra cosa.

–¿Ya están otra vez conspirando en el lugar sagrado? –preguntó Guillermo.

–El rincón no es sagrado –dijo Glinda– es absolutamente profano.

–Postfano –dijo Martín.

–Ultrafano –dijo Ninfa.

–Bueno, está bien. ¿Qué era lo que querían hablar conmigo? Ígor me dijo que andaban buscándome –dijo Guillermo sentándose en un ladrillo.

–Nada, que Paz Dávila nos interceptó esta mañana –dijo Martín.

–¿Y qué dijo?

–Que te dijéramos que esto no va a durar mucho tiempo.

–¿Qué?

–Esto

–Hasta

–¡Asco!

–¡Basta!

Guillermo no tenía paciencia para jugar. Las amenazas de Paz Dávila se habían hecho cada vez más frecuentes. Hacía tres meses que preparaba algo y con seguridad ya estaría armada la ofensiva contra ellos y en El Barrio no se habían tomado en serio el peligro que se les venía encima. Aparte de sabotear los carteles del Decano con pintas más o menos obcenas, no habían hecho nada más. Después de todos los planes de los primeros días lo único que había quedado era la sensación de que mientras menos ruido hicieran tenían más posibilidades de salvarse. Hacerse invisibles podía dar resultado. Pero cómo iban a hacerse invisibles si allí estaban ya todos a la misma hora alrededor de la olla armando su carnaval cotidiano, a la vista de todo el mundo que quisiera ver y oír.

–Bueno, qué consiguieron hoy –preguntó La Nena.

–Hermosos trocitos de pollo con huesitos y todo –dijo Martín.

–Suculentos retazos de zanahorias y papas –dijo Glinda.

–Y, como premio especial para los pobres del mundo: ¡dos fragantes plátanos maduros! –gritó triunfal Ninfa.

–Pues esto sí que va a ser un verdadero festín –concedió Luna.

–Aprovéchenlo, porque quién sabe si va a ser el último –dijo Olga desde la puerta de su cubículo.

–Y a ti ¿qué bicho te picó? –preguntó La Nena sorprendida por el tono.

–¿qué mosca? –dijo Martín.

–¡qué tosca! –dijo Glinda.

–¡qué hosca…! –dijo Ninfa.

–Cuando tengamos en nuestras narices a los animales que va a contratar Paz Dávila para aniquilarnos no nos van a quedar ni dientes para reírnos de los jueguitos de palabras –cortó Olga, furiosa.

–Bueno, bueno –concilió Luna– el drama no es necesario. Ya han pasado tres meses y hasta ahora sólo hemos oído discursos y bravuconadas…

–Exacto, eso es lo que yo digo: perro que ladra no muerde –dijo La Nena convencida.

–Eso depende –dijo Ígor que venía llegando– el perro que ladra no muerde sólo mientras está ladrando, por razones meramente prácticas, pero en lo que deja de ladrar hay que correr.

–Se supone que debemos dar apoyo moral a estas mujeres desvalidas –dijo Luna sonriendo– no asustarlas.

–Más desvalida será tu abuela –dijo Olga.

–Tu bisabuela –dijo Glinda.

–Tu tatarabuela –dijo Martín.

–Tu… –dudó Ninfa– la madre de tu tatarabuela –cerró triunfal.

–No se trata de nervios –se acercó Guillermo, después de encender el fuego para la olla– se trata de protección. Tenemos que protegernos de alguna manera, pensar aunque sea en un modo de sacar a los niños de este lío cuando el perro deje de ladrar y se dedique en serio a morder.

Clasificar y hablar tienen su lugar de origen en ese mismo espacio… –citó La Nena, como hacía siempre que no tenía nada mejor que decir– …que la representación abre en el interior de sí misma ya que está destinada al tiempo

–Mi querido Guillermo –dijo Ígor– nadie en su sano juicio va a someterse a la bajeza de hacerle daño a estas inocentes criaturas.

–Más inocente será tu abuela –dijo Glinda desde el techo a donde había subido a acompañar a La Nena.

–…a la memoria, a la reflexión, a la continuidad… –siguió con su cita La Nena, leyendo en su cuaderno de tapas grises.

–No se trata de que se atrevan o no, digamos, a sangre fría –trató de razonar Olga–. Se trata de que si hay un asalto a media noche los golpes van a ser ciegos y nadie va a estar preguntándole la edad ni el grado de inocencia a nadie.

En el lenguaje esponáneo y “mal hecho” –La Nena dibujó en el aire unas comillas– los cuatro elementos –dibujó paréntesis– (proposición, articulación, designación y derivación) dejan entre ellos intersticios abiertos

–Más inocente será tu bisabuela –dijo Martín desde El Rincón.

–Tal vez deberíamos pensar en contactar a Blanca y decirle que se lleve a los niños –aceptó Guillermo, casi en un murmullo.

Todos se miraron con una especie de vergüenza que no les pertenecía. Los niños dejaron de arreglar cosas en cajas y se levantaron a escuchar. La Nena siguió su lectura como si se agarrara de una oración:

–…las experiencias de cada uno, las necesidades o las pasiones, los hábitos, los prejuicios, una atención más o menos despierta

–Olga ¿tú sabes cómo contactar a Blanca? –preguntó Ígor.

–Yo no, pero Gerardo sabe. Él me contó que ella venía a la Biblioteca de vez en cuando a consultar textos y que él tenía su número de teléfono o algo así –dijo Olga, revolviendo otra vez la olla.

–…si el juego queda cerrado: si la exactitud descriptiva hace de cada proposición un recorte constante de lo real (si siempre es posible atribuir a la representación lo que se articula) y si la designación de cada ser indica con todo derecho el lugar que ocupa en la disposición general del conjunto.

–Esto ya está listo –dijo Luna.

–Voy a buscar las cervezas –dijo Ígor y se fue casi corriendo.

–Yo no les vi la cara. Ellos nunca se dejaron ver la cara, ¡los muy hijos de la gran puta! –venía gritando Rebeca desde Humanidades– Por eso no los pude reconocer cuando me preguntaron los abogados. Pero esos abogados de mierda, todiiitos son también unos coños de su madre, unos desgraciados mal nacidos. Ni uno solo quiso escuchar mi historia. Lo único que querían era la identificación, la identificación… ¡que se vayan todos a la mismísima mierda!

Con placer me pongo a tu disposición –dijo Fausto– con tal de que tu arte sea divertido.

Hora de comer.

22.12.08

3d

Pasadas las siete de la noche Guillermo reinicia su eterna ronda. Sale siempre por la misma puerta. Se detiene a escuchar las conversaciones de los vigilantes que se cuentan chistes verdes a través de los intercomunicadores. Camina despacio el trayecto hasta la Parroquia, pasando por Las Tres Gracias. Es un largo rodeo pero lo prefiere, porque parece estar alejándose cuando en realidad se acerca. El estacionamiento, el puente, la avenida de los hoteles, el semáforo, la Casanova, el bulevar. Es un rodeo que permite una entrada lateral, líneas que se interceptan para alejarse luego. Vagamente cree que si repite con insistencia el mismo recorrido noche tras noche terminará por encontrarla en alguna esquina. Entonces, primera estación, el Gran Café. Se sienta como siempre mirando hacia el Sur, dándole la espalda al Ávila y a la entrada. Una señal cómplice del mesonero le indica que no hay por qué preocuparse. Se relaja un poco. Suelta los rizos de la cola negra que los sostiene y se queda mirando las luces del semáforo verde, rojo, amarillo que se encienden alternativamente como si ordenaran un fragmento diminuto del mundo.

–¿Me puedo sentar? –dice una muchacha pequeña y casi en harapos.

– …

–¿Eres sordo?

–No. Sí –dice Guillermo.

–¿Sí o no?

–Te puedes sentar. No soy sordo –aclara Guillermo.

–Ah, menos mal. ¡Qué frío!

–¿Me brindas un café? –pregunta Guillermo sin ningún preámbulo.

–Yo te iba a pedir exactamente lo mismo. Vamos a tener que esperar que caiga alguien más.

–No hace falta. En lo que se descuide el italiano, Pedro nos trae unos cafecitos guillados
–dice Guillermo intentando parecer amable.

–Perfecto.

–¿De dónde vienes? –quiere saber Guillermo.

–De pelear con mi pareja.

–¿Y por qué pelearon? –pregunta Guillermo sin demasiado interés.

–Sabes cómo es. Se empieza por una estupidez y después va creciendo hasta que ya no puedes controlarlo –dice la muchacha casi con fastidio.

–¿Y qué tipo de estupidez era?

–De esas que tienen que ver con los celos ¿tienes cigarros?

–Claro, los celos. No fumo –dice Guillermo.

–Sí. No tiene remedio. Te pasas la vida diciendo que no eres celosa y más tarde o más temprano tienes que admitir que hay ciertos momentos en los que, si no es celos lo que estás sintiendo, es difícil encontrar una palabra que se le parezca más.

–Como ver a tu pareja durmiendo con otro –recuerda Guillermo.

–O con otra –dice la muchacha agarrándose con las dos manos la maraña de pelos desordenados.

–Claro –dice Guillermo revolviendo el café que Pedro por fin puede traer sin que el hombre de la caja lo vea– el límite de la teoría es siempre el tacto, el oído, la vista...

–Sí. Y el olfato. Si algo no te huele como en los sueños, no hay modo, todo sale mal.

–¿A ti también te pasa? –se sorprende Guillermo.

–A todos nos pasa, pero algunos somos más radicales que otros.

–Supongo que sí.

–Algunos sienten venir un olor que no es y prefieren aguantar la respiración con tal de no reconocer que ese olor no es, que no es ése el aroma o el tufo del asunto.

–Es verdad –acepta Guillermo.

–Otros, y ahí estoy yo, aspiramos bien hondo para comprobar que en efecto ese no es el olor. Entonces detenemos la película: botón rojo de emergencia, frenos de seguridad...

–¿De verdad eres capaz de detener todo por un olor? –insiste Guillermo, incrédulo.

–No es que soy capaz, es que de verdad lo hago. Te digo que si los olores no me combinan no hay manera.

–Pero tal vez te estés perdiendo de algún descubrimiento interesante –dice Guillermo.

–Puede ser, pero no quiero un descubrimiento que deba recordar para siempre con el olor equivocado. Eso sería una doble equivocación.

Guillermo se queda callado un rato. Los dos miran pasar a la gente sin preocuparse de lo que viene después. Un niño les pide dinero para comer. La muchacha le da un paquete de galletas que trae en el bolso.

–¿Conoces a una tipa llamada Blanca? –pregunta Guillermo después de la larga pausa.

–¿La estás buscando?

–Algo así.

–Conozco a algunas Blancas, sí, pero no sé si son sus nombres verdaderos.

–Ah...

–Por aquí nunca llegas a saber realmente cómo es que se llama la gente con la que hablas, ni el nombre ni la edad ni el oficio, nada. Siempre son datos falsos y cuando te dicen la verdad no te das cuenta. Todo se confunde –dice la muchacha con un tono de evidencia.

–Esta Blanca es delgada, tiene el pelo claro...

–¿Pintado?

–Sí.

–Mala señal. Ahora puede ser una pelirroja o una morena retinta.

–Usa lentes de contacto, no puede estirar el dedo meñique de la mano derecha.

–Ese sí que es un dato preciso.

Guillermo capta la burla y se queda callado. Pedro trae un nuevo café para los dos y dice que será el último. Otro largo silencio. La muchacha le pide un cigarro a un hombre gordo que fuma dos mesas más allá. El hombre se lo da de mala gana y cuando ella regresa a sentarse con Guillermo el hombre le mira el trasero sin ningún disimulo. Faltando apenas un sorbo para que se termine el café aparece como de la nada una mujer alta de pelo muy corto.

–Así que estás aquí puteando –dice la mujer agarrando a la muchacha bruscamente por un hombro.

–¡Puteando no! Tú eres aquí la única que putea –responde a gritos la muchacha, levantándose bruscamente.

–¿Qué pasa? –se levanta también Guillermo.

–Vayan a pelear a otra parte –dice Pedro recogiendo rápidamente las tazas de la mesa.

–Sí, vámonos a otra parte. Ahora eres tú la que me debe explicaciones –dice la mujer alta.

–No hay nada qué explicar –dice la muchacha en voz baja, y antes de perderse entre la gente se voltea a mirar a Guillermo y le grita– ¡Que encuentres a Blanca!

Guillermo se queda parado en mitad de la acera. El cambio de luces le devuelve bruscamente el sentido del tiempo. Sigue su recorrido hacia el Este. Una llovizna fría comienza a caer cuando va a mitad de camino. Antes de llegar a Chacaíto piensa que hoy no amanecerá en la calle. Algo ha cambiado en su ánimo. Blanca parece desvanecerse para siempre y mientras camina de regreso por un camino menos largo Guillermo recuerda la línea de un poema que le ha oído recitar muchas veces a La Nena: "la vida es la última forma de un naufragio".

19.12.08

3c

–Porque también habría que pensar hasta qué punto lo que estamos haciendo no es construir un fantasma que nos llene los huecos, tú sabes, los vacíos de sentido, los espacios en los que sólo podemos reconocer la ausencia de un propósito, de un impulso –dijo La Nena.

–Se te está pegando el tono académico de Luna –dijo Guillermo.

–El mimetismo de la convivencia. Termina uno pareciéndose al otro, es fatal –admitió La Nena.

–Un fantasma que tal vez sea lo único real –dijo Guillermo.

–No creo que debamos meter la realidad en esta historia –dijo La Nena.

–Bueno, “realidad” suena grande –dijo Guillermo dibujando las comillas en el aire– digamos que lo único estable, sólido.

–Supón que lo único estable que nos queda es el fantasma del amor, palabra gruesa, ¿no te parece que eso anularía demasiadas posibilidades intermedias? –dudó La Nena.

–¿Como cuáles? -preguntó Guillermo sin demasiado interés.

–La complicidad, la imitación, la sujeción, el dominio, la envidia, la admiración, la culpa, el acercamiento, las figuras tridimensionales, la música, la poesía... qué sé yo... -dijo La Nena.

–La poesía, ahí tienes, ¿no está siempre coqueteando con el tema del amor?

–No siempre.

–Pero casi. Un ser se enamora y ¡paf! escribe un poema -dijo Guillermo dando una palmada durísimo para mostrar su punto.

–Eso era antes. Ahora tal vez se trate de boleros: un ser se enamora y, en efecto, ¡paf! canta su bolero, llora sobre un bolero, inserta la rigurosa moneda en la rigurosísima rendija de la infaltable rokola y escucha destrozado un bolero –admite La Nena.

–Y hace poesía en el acto de repetir imágenes que condensen lo que siente, aunque estén rodeadas de musiquita y terminen ¡chan! ¡chan! –dice Guillermo.

–Así terminan los tangos –dice La Nena.

–Es lo mismo, tangos, boleros, baladas pop, poesía... la necesidad de explayar en un discurso lo que se siente, ése es el punto.

–Por eso es que te digo lo de llenar los huecos. ¿Qué es ese discurso sino argamasa, cemento, mezcla útil para que un ladrillo se pegue con otro y la casita nos quede de lo más ordenada?

–Y no venga el lobo a soplar y a soplar.

–Exacto -dice La Nena.

3b

Es verdad que el Captain Peace había perdido un gran amor, dijo Guillermo. Y la tragedia del desencuentro marcó sus noches durante semanas, dijo Glinda mirando a Guillermo con complicidad. Pero resultó que todo se fue desinflando un día, dijo Martín. Y se terminó de desinflar el día que vio a la otra, dijo Ninfa. Ella era blanca, dijo Guillermo. ¿Era Blanca? preguntó sorprendida Ninfa. No, aclaró Guillermo, tenía la piel blanca y los ojos claros. Ah, así sí, dijo Martín aliviado. Aunque demasiado flaca, dijo Glinda. Pero él no podía ver ese detalle, sólo sus ojos verdes existían para el enamorado capitán, dijo Ninfa. No podía tampoco ver el detalle insignificante de que a su princesa encantada le faltaban algunos dientes, dijo Martín. Y que le sobraba una que otra espinilla, dijo Glinda. Tampoco reparó el capitán en que a ella, sospechosamente, le gustaban los teléfonos celulares, dijo Guillermo. Y se sabía las marcas de la ropa de moda, dijo Ninfa. Y se fijaba en los zapatos de la gente, dijo Martín. Todo muy sospechoso, dijo Glinda.

No podía ver nada de eso pero estaba prendado, dijo Ninfa. Y trató de acercarse a ella siguiendo todos los pasos estipulados por la tradición más galante, dijo Guillermo. La miraba con ojitos dulzones, dijo Glinda aleteando las pestañas. Le regalaba florecitas que ella guardaba en su diario de tapas rosadas, dijo Martín. Y finalmente le pidió que se vieran en serio, dijo Guillermo. ¿Por qué tiene que suceder todo tan rápido? se quejó Ninfa. No se valen quejas, dijo Glinda. Okey, salen y se ven, dijo Martín impaciente. Ya va, un momento, yo solamente dije que él le pidió que salieran, dijo Guillermo. Y ella respondió toda modosita que tenía que pensarlo, dijo Glinda mirando a Ninfa con cara de fastidio. Pasó mucho tiempo pensándolo, dijo Martín con resignación. Y lo pensó y lo pensó, siguió la corriente Ninfa. Hasta que decidió confesarle al capitán que, en realidad, ella no era virgen y que eso podía enturbiar de algún modo sus relaciones, dijo Guillermo. ¿No era virgen? ¿y eso qué tiene que ver?, preguntó Glinda. Bueno, niña, dijo Ninfa, que para la época esas eran razones de peso ¿no? Pesadísimas, dijo Martín. Entonces él fue el que tuvo que ponerse a pensar qué hacer, continuó Guillermo. Porque sus pecadillos también había cometido el muy sinvergüenzón, dijo Glinda. Pero como un pecadillo tapa otro pecadillo, después de largos rodeos terminaron viéndose en un parquecillo, dijo Martín. Y cometieron uno que otro inocente pecadillo, dijo Ninfa.

Finalmente, entre parquecillos y pecadillos tomaron la decisión de vivir juntos, dijo Guillermo. ¡Pero no! ¡qué es eso!... se debe decir que tomaron la decisión de formalizar su unión ante el altar, ¿no se supone que estamos respetando cierto aire de época?, dijo Glinda. Un aire de época algo heterodoxo, dijo Guillermo. Nada de palabras largas, dijo Martín. Entonces esto es el colorín colorado, dijo Ninfa. No necesariamente, dijo Guillermo. Entonces es el si esta historia no te parece larga te la volvemos a contar, dijo Glinda. Pero es que puede seguir, dijo Guillermo. Con el cuento de que tuvieron hijos y los educaron como dios manda y todo eso, dijo Ninfa. Con que se volvieron unos abuelitos de lo más tiernos ellos, dijo Glinda. O no, puede seguir de otro modo, insistió Guillermo. A los cinco años de incómoda unión, la princesa que había pasado al estatus de cachifa se comenzó a preguntar dónde había quedado sepultada su identidad y su libertad, dijo Ninfa. Y empezó a dejar los platos sucios en el fregadero, dijo Glinda. Y los interiores sucios en el rincón del baño, dijo Martín. Y la cama sin tender por las mañanas, dijo Guillermo. Y el polvo acumulado sin interrupción en todos los estantes, dijo Glinda. Y antes de que la ruina total los alcanzara juntos..., dijo Guillermo. Ella decidió que los alcanzara separados, dijo Ninfa. No me gusta ese final, dijo Glinda. No se valen quejas, dijo Martín. Y el capitán volvió apesadumbrado a recorrer los infinitos mares, siempre de noche, dijo Guillermo.

9.12.08

3a

–Ya era hora –decía La Nena viendo a Guillermo levantarse– no puede ser que estés durmiendo tranquilamente mientras todo se cierne a nuestro alrededor como una amenaza.

Las últimas palabras las había dicho como quien recita y Guillermo intentaba sonreir para demostrarle que comprendía el chiste a pesar de la hora. La olla estaba montada. Era enero. Lunes.

–¿Cuál es la novedad? –preguntó Guillermo como si cumpliera con un deber.

–Nada más que nuestro amigo el Decano –informó Luna– ha decidido intensificar su campaña de calumnias contra nuestro inofensivo colectivo.

–Te salió cacofónico, hermano –dijo Guillermo abriendo una lata de cerveza–. Y ¿qué hizo ahora? ¿contrató una agencia publicitaria?

–Algo así. Está haciendo uso de la tecnología comunicacional. No muy avanzada, en esta era multimedia, pero efectiva –dijo Ígor, y le alcanzó a Guillermo una especie de periódico de bolsillo.

–Adecentar... limpiar... hacer volver la luz a esta casa que vence las sombras... –leyó Guillermo–... palabras grandes.

–Palabras vibrantes –dijo Martín.

–...talantes –dijo Ninfa.

–...constantes –dijo Glinda.

–Cortantes –cerró Olga.

–Sin duda hay una posibilidad de acción ante esta afrenta –dijo Ígor.

–Tú y tus acciones –dijo Luna.

–Considérala, maestro, nada más considérala –dijo Ígor–. Si de lo que se trata es de una guerra discursiva, por el momento, porque en realidad creo que va a llegar bastante más acá dentro de poco. Decía que si de lo que se trata...

–Ya entendimos la premisa, puedes seguir –se impacientó Olga.

–Bueno, la respuesta sería elaborar también una campaña simbólica, ¿qué tal un par de datzibaos desplegados por ahí?

–¿Dacsi qué? –preguntó divertido Martín.

–Instruye a las masas ignorantes, oh maestro –pidió Ígor.

–Son carteles, grandes carteles que se cuelgan en las paredes donde la gente escribe lo que piensa y los lectores pueden responder en el mismo papel –condescendió a explicar Luna.

–¡Hagamos uno bien grande! –gritaron a coro los niños.

–Con letras de muchos colores –se entusiasmó La Nena.

–No sé... sería entrar en el juego. Si respondemos en el mismo terreno... –dijo Luna, y continuó en su mejor tono de cita– ...quedamos entre principios y en esa zona el poder siempre tiene razón.

–Pero podríamos cambiar el código ¿qué tal si hacemos un cómic? –propuso Ígor.

–...y el protagonista es el Captain Peace –dijo Glinda.

–Guillermo dibuja muy bien –admitió La Nena.

–...y le dibujaríamos un enorme barco pirata con su bandera negra, sus tibias y su calavera...–se entusiasmó Martín.

–Eso nos llevaría mucho tiempo –dijo Olga, atizando el fuego de la olla.

–...y en el último cuadro el capitán moriría atravesado por una flecha indígena impregnada de curare –continuó Ninfa.

–Tendríamos que buscar una gran cantidad de materiales: papel, pintura... –sacó cuentas Guillermo.

–¡Ánimo! ¡ánimo! –dijo Ígor–. Claro que podemos hacerlo, los niños tienen los personajes, La Nena tiene los lápices de colores, el maestro Luna tiene en su escondite secreto, junto con otros adminículos que es mejor no nombrar, un enorme rollo de papel para pancartas, la amiga Olga sostiene su exigua biblioteca sobre dos latas de pintura que deben servir para algo ... y nuestro nunca bien ponderado Guillermo dibuja como Da Vinci. ¿Qué más queremos?

–Ganas –dijo Guillermo.

¡Ah! ¡Quisiera no haber nacido!... –venía recitando Fausto por el pasillo techado.

–Ahora solamente falta Rebeca –dijo Martín.

Todos se acercaron a la olla. Guillermo terminó de vaciar su cerveza y se sentó sobre un ladrillo a esperar la llegada de la última invitada. Ígor se le acercó para insistirle en su idea de una tira cómica gigante con la que empapelarían el edificio de Ingeniería. Los niños ensayaban distintas posibilidades para la historia y Luna se rascaba la barba mostrando que no estaba convencido.

–¡Hijos de puta! ¡eso es lo que son todos! ¡unos malditos mal nacidos hijos de la grandísima puta que los parió! –se oyó gritar a Rebeca saliendo de Humanidades.

–Estamos completos. Vamos a comer que me muero de hambre –dijo Olga.

¡Ven, ven! La noche es cada vez menos obscura... –dijo Fausto.

8.12.08

2d

Es que es de noche, eso es todo lo que pasa, le había dicho La Nena a Luna. Era de noche, lunes, diciembre y hacía un mes que andaban todos como huyendo de un demonio. Aterrorizados. Luna siguió callado, mirando las pocas estrellas que pestañeaban –¿pestañeaban? pensó– allá arriba, por encima del techo del pasillo de Ingeniería sin sentir nostalgia alguna. Después dijo:

–Los astros a lo lejos no sienten nostalgia alguna.

–No me estás parando ni medio... –dijo La Nena.

Se callaron un rato mientras La Nena tarareaba una vieja canción. Un bolero tal vez.

–Ese es el problema –dijo dejando de cantar– no es solamente que es de noche, que casi no hay estrellas, que hace más bien frío... es que no logramos entender lo que hay realmente más allá de las palabras. Si entendiéramos, si sintiéramos, le daríamos mayor importancia a algunas cosas.

–¿Como cuáles? –preguntó Luna distraído.

–Como... no sé. Como lo de Paz Dávila.

–No, por favor, a esta hora no.

–Está bien, dejemos los asuntos públicos para las horas diurnas. Concentrémonos en lo privado.

–Aterriza ¿si?, tengo sueño.

–Siempre tienes sueño, o insomnio. Nunca estás en el estado de ánimo adecuado para hablar...

–Te oigo, te oigo...

–Cosas como que tú y yo seamos algo así como una pareja, pero nunca lo hayamos pretendido.

–¿Para dónde vas con ese rodeo?

–Tal vez lo que nos hace pareja, lo que hace que los demás nos consideren como pareja es el gesto, es la cara que uno pone, el tono en que uno se habla. Eso es lo que realmente comunica.

–Eso lo dijo un profesor ruso hace ya mucho rato.

–No me vengas con tus teóricos. Estoy hablando de algo bien concreto...

–Lo cual es...

–Que no entiendo cómo es que esto funciona.

–¿Para qué quieres entenderlo?

–Para elaborar algo así como una receta de la pareja ideal... –dijo La Nena en tono irónico.

–Eso ya se encargaron de hacerlo Sartre y la Beauvoir.

–No quiero un modelo intelectualoso que requiera de un libro de ochocientas páginas para que se entienda. Quiero una frase simple para anotarla en tres líneas en mi cuaderno rojo, ¿es mucho pedir?

Luna se rascó la cabeza. Se acomodó de lado moviéndose lentamente sobre su cuerpo para poder mirar la cara de La Nena, que seguía observando las estrellas.

–¿Con quién saliste hoy? -le preguntó sin apuro.

–Con aquél muchacho que se empeñó en brindarme una empanada el otro día en el pasillo de Farmacia ¿te acuerdas?

–Ajá -suspiró Luna.

–Bueno, con él. Se llama algo así como Roberto... en todo caso es un nombre con tres sílabas.

–¿Cómo estuvo?

–Raro.

–Eso es entonces lo que te pasa.

–¡Claro porque ustedes los hombres...

–¡No empieces con el discursito...

–...siempre resuelven todo por la vía...

–...feminista que ya...

–...de que nosotras sólo pensamos con la cuca!

–...me tiene harto!

Se rieron a carcajadas los dos. Despertaron a Fausto que gritó ¡Y entre tanto tú me adormeces con insípidas fiestas...!, desde su cama de cartones.

–Y seguro que se están manoseando de lo lindo allá arriba, y nosotros aquí... –dijo Ígor.

Olga no quiso responder.

2c

Ya convenimos en que se llamaba Captain Peace ¿no?, aclaró La Nena. Claro, sí, eso está decidido, respondieron Glinda, Martín y Ninfa. Hoy hay que hacer un final rosado, recordó Glinda, si respetamos el plan eso es lo que toca hoy. Entonces tenemos Captain Peace, tesoro sustraído de la Isla Central y final rosado, puntualizó La Nena que cada vez que se sentaba a inventar historias con los niños tenía que ponerse al día. El Captain Peace luego de navegar cinco mares en busca de un lugar seguro para esconder el cofre con el tesoro arriba a una esplendorosa y enorme ciudad, dijo Martín. De esas ciudades donde la gente camina sin mirar a los lados, donde hay siempre un olor a humo en el aire y el color que predomina es una mezcla de cemento con asfalto, más bien un gris, dijo La Nena. Había enormes rascacielos al lado de casitas y ranchitos pequeñitos, dijo Glinda. Finalmente el Captain Peace se decidió por el sótano de un edificio que parecía que estaría allí por mucho tiempo, dijo Ninfa. Unos veinte años por lo menos, dijo Martín. Era un edificio de esos que tienen rejitas en las ventanas como si fueran balconcitos, dijo Ninfa imitando a Glinda. Y el sótano era húmedo, oscuro, con olor a tubería, como corresponde a todo sótano bien imaginado, dijo La Nena. Y ahí llegó Peace con sus secuaces y su cofre lleno de arena, dijo Glinda. Pesaba muchísimo y aunque era un cofre que muy poca gente hubiera tenido la idea de robarse en una gran ciudad, no podía dejarse tan a la vista, para que cualquiera que entrara lo viera, dijo Martín. Entonces el Captain Peace mandó a sus secuaces a construir con madera, clavos y distintas pinturas de colores, una especie de escenario alrededor del cofre para que pareciera que se trataba en realidad de un cuadro en la pared y que todo era mentira, dijo Ninfa. Un cuadro en el que había bailarinas árabes sentadas sobre cojines rojos y dorados, en una tienda de esas que tienen los jeques en las películas, con muchas jarras, tapices y sedas por todos lados, y un infaltable olor a incienso, dijo La Nena. Pasaron semanas haciendo aquel cuadro para que si alguien entraba al sótano diera media vuelta diciendo aquí no hay nada, dijo Martín. Y cuando terminaron se fueron todos otra vez a recorrer el mundo porque tenían que esperar que pasara el tiempo, que la gente ya no se acordara de nada y poder recuperar entonces el tesoro de Isla Central, dijo Glinda. Y viajaron hasta la costa en un tren para buscar su barco, dijo Martín. Y ese día, cuando se echaron a la mar serena de nuevo, el sol brillaba al filo del horizonte con su acostumbrada luz rosada de crepúsculo... y ese es el final rosa que ustedes querían, dijo La Nena, porque ya nos están esperando para comer. Y se fueron todos corriendo porque se hacía tarde.

2b

–Ya está –dijo La Nena– sucedió lo que se veía venir, el tropel polvoriento recortado contra el horizonte, desde que Paz Dávila se adueñó del coroto con todos sus discursos psicoprofilácticos.

–¿Qué? –trató de entender Guillermo.

–Que ya empezó la cruzada, mi amor, la guerra santa, el exterminio de los infieles...

–No entiendo ¿qué pasó? termina de echar el cuento sin tantas palabras –la cortó Guillermo.

La Nena se sentó sobre un ladrillo, dobló cuidadosamente su chal de batik sobre las rodillas y, para concentrarse, encendió un cigarro y lanzó al aire una bocanada lenta. Guillermo y Olga se sentaron frente a ella esperando que se tomara su tiempo reglamentario para poder comenzar a hablar.

–Paz Dávila –dijo al fin– acaba de lanzar formalmente su primera amenaza contra El Barrio y escogió a ésta que ustedes ven como destinataria de tales asedios -hizo una pausa para aspirar otra bocanada de humo-. Yo estaba tomándome un café y conversando con Hipólito para convencerlo de que por debajo de cuerda nos suministrara algún pedazo extraviado de suculento queso blanco, nada demasiado exigente ¿no?, cuando se apareció el ilustre Decano con su no menos lustrosa calva a modo de aureola y sin mediar comentario alguno me dijo:

–Ya estamos concertando con todas las fuerzas vivas de la Facultad con el fin de proceder a continuación a elaborar un proyecto que, previa aprobación del Consejo Consultivo, nos permitirá utilizar con mayor provecho las instalaciones que, de manera por demás ilegal e impropia, ocupan sus desocupados cómplices y usted.

–Por supuesto que una frase tan inútilmente larga –continuó La Nena– me dejó en suspenso por un minuto y como ese tipo de gente no dice nada con el fin de iniciar lo que se llama un diálogo, no me dejó hablar. Apuntó acusador un dedo chato sobre mi café con leche y sentenció:

–Es mejor que por las buenas tú y tus amiguitos se vayan a no hacer nada a otra parte, porque si no, van a saber lo que es bueno. Ya sé que es poco poética la oferta, pero qué hago yo si ese hombre es lo más prosaico que se ha visto en esta casa que vence las sombras... ¿las seguirá venciendo todavía?

–No pensamos expulsarlos sin más ni más –continuó diciendo el alto funcionario, dijo La Nena– y dejar que se vayan de lo más tranquilos. Si no se van YA –y estoy segura de que esa palabra estaba en mayúsculas– tendrán que soportar una larga campaña de desprestigio, etcétera, etcétera! ...ya no me acuerdo qué más...

Todos se miraron. Luna se rascó la barba. Guillermo se ensortijó los crespos de la frente. Olga prendió un Belmont. La Nena sacó la olla para montar la sopa del día y mostró a todos el motín conseguido en el comedor y en los cafetines varios que le tocaba martillar ese día. Ígor no estaba. La olla se tardaría un rato. Hoy no había cervezas sino agua y un poco de jugo que había conseguido Olga con ayuda de la conquista de la noche anterior.

–¿Ya lo despachaste? –quiso saber La Nena apartándose a un lado mientras Luna y Guillermo encendían la leña.

–Sí –respondió Olga.

–¿Qué tal?

–Ahí… ya no los hacen como antes –sonrió Olga.

–Eso me consuela. A veces pienso que me puedo estar perdiendo de algo bueno. Aunque tú sabes que Luna y yo no andamos en la onda de la fidelidad. Pero no es lo mismo, no es premeditado, es sólo algo que se atraviesa sin buscarlo. Salir a cazar es lo entretenido ¿no?

–Supongo que sí.

–¿Y qué pasa con Ígor?

–Qué...

–¿Nada de nada?

–Tú sabes. El cazador quiere a veces ser cazado. Pero ese hombre tiene una pésima puntería. No pega una –se rieron.

–Bueno, bueno, alguien tiene que ayudar aquí –dijo Luna.

–¿Qué fue? ¿Los señores no pueden con la cocina? –dijo Olga.

–Dejen los chismes para más tarde que la olla está a medio montar –dijo Guillermo.

–¿Qué es lo que falta? –preguntó La Nena acercándose.

–Picar esas verduras –señaló Guillermo.

–¿Y tú no lo puedes hacer?

–Hoy no me toca.

–El señor turno, así le vamos a decir ahora –se acercó Olga.

–Prefiero nocturno –aclaró Guillermo.

–Preturno –dijo Ninfa.

–Taciturno –dijo Glinda.

–Turnante –dijo Martín.

–Turnícola –dijo La Nena.

–¿Y eso qué es? ¿del planeta Turni? –preguntó Ígor que estaba llegando.

–Son los nuevos nombres de Guillermo –dijo Martín.

–Es que ahora le ha dado por recordar las fechas y los días –aclaró Olga.

–Mala señal –reconoció Ígor, que no tenía ánimo de discursos largos.


–No sólo era una desgraciada ladrona, la muy hija de puta, sino también una soplona que trabajaba para la Digepol, la muy soberana hija de puuuta! Por su culpa perdí a mi marido, perdí a mis hijos, me torturaron durante meses y encima quedé loca, ¡qué bolas! –Rebeca ya venía por el pasillo haciendo todo el escándalo que le era posible.

La olla estaba a punto. Todos permanecían en silencio como esperando una señal. Rebeca gritaba mientras se paseaba por el pasillo.

¿Puedes prometerme que sanaré en medio de tantas extravagancias? ¿Qué consejos podrá darme una vieja? ¿Puede haber aquí mixtura alguna que me quite treinta años de encima de mi cuerpo? ¡Ay de mí si no puedes procurarme otra cosa! He perdido ya toda esperanza… –finalmente llegó Fausto.

Hora de comer.

1.12.08

2a

Ya no es como antes, definitivamente ya no, iba pensando La Nena que anotaría en su cuaderno. Antes un escritor decía, señores: les presento a Rodríguez, es un hombre que cuando joven vivió con una tía porque su madre murió de tisis y su padre de algo que suena así como apoplejía y por tanto el joven Alfredo –que así es el nombre de pila de nuestro héroe– tuvo que acostumbrarse a andar por la vida sin el cariño materno y sin la sombra protectora de un padre. Y por ahí se largaba a contar que el tal Rodríguez había estudiado aquí o allá, que después había sido empleado de tal o cual institución o empresa, que se enamoró o que fue un solitario... y así toda la historia del tipo en un párrafo laaargo hasta llegar al momento conflictivo de ese presente en el que el narrador lo iba a parar –sin duda– frente a una encrucijada.

Piensa La Nena anotar en su cuaderno, mientras le cambia una empanada por una caja de pastillas rosadas a la señora chilena que se instala en el pasillo de Farmacia con su cesta marrón y su mantel a cuadros, que si las cosas siguieran siendo así todo sería más fácil, porque nada más simple que imaginarse una vida que quepa en un párrafo. Pero ahora los autores no se imaginan esas vidas de principio a fin sino que empiezan a echar el cuento desde el día en que comienza el problema, el acontecimiento, el lío o la búsqueda, o lo que sea que se vaya a contar. Y cuando la complicación se acaba, se termina lo que le pasa al personaje y punto. Nada de epílogos del tipo: diez años después Rodríguez vivía feliz al lado de sus perros de caza, puliendo con calma su escopeta a la sombra de un alero... nada de años después.

Y La Nena había empezado a pensar en esto porque se dio cuenta, el día que almorzaron con Ígor después del discurso de Paz Dávila cuando todavía no era Decano, que nadie ahí sabía muy bien la historia de los demás. Que cada uno había ido llegando sin explicaciones ni inventarios previos. Y que por eso El Barrio se parecía tanto a uno de esos libros de ahora en que las cosas empiezan a pasar de pronto sin que los antecedentes cuenten demasiado. Suceden, dejan de suceder un día, una página última y ya. Eso iba a ser El Barrio. Historia contada en diez capítulos.

La Nena quiso recordar todo lo que se le iba ocurriendo pero el asunto ya estaba demasiado largo. Entró en la Biblioteca Central a pedirle a Luis papel y lápiz. Se sentó en la sala de Ciencias Sociales, bien cerca del balcón y mirando hacia Tierra de Nadie. Era Lunes. Era diciembre. La Nena olvidaba los números y por eso sus notas tenían solamente día y mes. Lunes, diciembre. El año siempre le pareció un dato irrelevante. Anotó lo de las historias de los personajes, pero en vez de Alfredo Rodríguez pensó en colocar un nombre muy sonoro, muy a lo Dostoievsky. Entonces tuvo que bajar a la sala de Humanidades a decirle a Gerardo que le prestara un libro del atormentado. Leyó “Stepán Trofímovich”. Trató de recordar bien la forma en que estaba escrito y regresó corriendo a su puesto cerca del balcón de la sala de arriba y anotó que Stepán Trofímovich, por ejemplo, podía ver concentrada su vida en unas pocas líneas: vivió cuando joven con una tía y tal y cual... todo lo que había pensado cuando se comía la empanada de queso caminando por el pasillo que va de Farmacia a Odontología.

Cuando llegó a la cuestión de El Barrio –ella siempre lo escribía con mayúsculas– dudó. Le dio vueltas a los datos que manejaba. Pensó que Luna y ella sabían muchas cosas el uno del otro, pero eso no contaba porque habían llegado juntos y lo que debía tomar en cuenta era lo que había sucedido desde ese momento en adelante. Cuando ellos llegaron ya Guillermo y los niños estaban ahí. Fueron los primeros. Todavía recordaban a Blanca, la amiga de Guillermo que se había ido dejando a los niños que no eran hijos de Guillermo sino de un tal Antonio que jamás había aparecido ni aparecería. Es todo lo que Luna y La Nena sabían de ellos, aparte de que Guillermo había estudiado matemáticas alguna vez. Lo descubrieron a lo largo de los meses. Conversando un rato aquí y otro allá, entre una discusión sobre el mejor modo de encender leña y una disertación acerca de los beneficios incalculables de caminar descalzo.

Después llegó Olga. De ella no sabían nada en absoluto que perteneciera al pasado. Sólo que tenía un título de Licenciada en algo, según dejó escapar alguna vez Salgar, expedido por la mismísima Universidad Central de Venezuela. Pero no sabían de qué se había graduado ni cuándo ni qué había hecho Olga después ni por qué había regresado con una maleta y una caja de libros a instalarse en el tercer cubículo. El cubículo que Ígor quiere compartir con ella desde hace más de dos meses y que ella se niega a dejar invadir. Ígor estudia Ciencias Sociales, nombre pretencioso para el vil oficio de perfeccionar las condiciones de explotación de los oprimidos, como dice siempre Luna. Y se quedó pensando qué más sabía de Ígor. Ni su apellido, ni la dirección del lugar donde dormía, ni la edad. Con semejantes datos no se puede presentar decentemente a un personaje. Anotó. Lo ideal sería tomarle una foto al ser en cuestión o a alguien que se parezca al personaje que estamos imaginando. Una fotomatón de esas que estampan siempre sobre cortinas azules o vinotinto gestos más bien crispados. Tomar una foto de esas, anotó, y pegarla en la página respectiva en que el personaje aparezca. Entonces sería algo así como: éste que ustedes ven aquí (flecha indicando la dirección en que se encuentra la foto) es Stepán Trofímovich o Alfredo Rodríguez o como resolvamos llamar al tipo y nos hemos ahorrado ya diez líneas de descripción de frente, cejas, ojos y tal.

La Nena se imaginó un momento cómo sería si, para hacer el experimento en cuestión, le pidiera a Ígor que se tomara una foto para ella usarla en sus notas. Se imaginó la cara de Ígor bajo la ceguera del flash, su nariz un poco cuadrada, su risa siempre lista, apagada por la vergüenza típica de los hombres que no se ríen cuando una muchacha demasiado joven les toma una foto instantánea tamaño carnet, que después coloca en una guillotina minúscula y se vuelve cuatro o seis repeticiones inútiles del mismo gesto ajeno. Se preguntó qué sería necesario aclarar, una vez colocada en el papel la foto, la flecha correspondiente y el nombre del susodicho. Habría que explicar sin embargo, anotó, los matices que las instatáneas no proporcionan. Decir que aunque allí aparece con los ojos demasiado abiertos, en realidad los carga casi siempre medio entrecerrados porque padece de una miopía aguda ¿o es antigmatismo? Que aunque aquí su boca está apretada, con los músculos en el sitio de la seriedad, él siempre anda mostrando sus enormes, blancos y parejos dientes, porque parece que sólo a través de esa apertura sonriente puede Ígor pronunciar palabras, a menos que hable con Olga. Ahí su seriedad es mortal, apasionada, terca.

Total, anota La Nena, ningún ahorro de líneas ni de descripciones. Las fotos no ayudan mucho. Tendría que hacerse una película... y ese es el departamento que maneja Ígor. Entonces ya no sería un cuento ni una novela y el lío no quedaría para nada resuelto. Pensó entonces que tal vez la solución ya la había encontrado Luna: él decía que sólo el teatro valía la pena. Luna estaba escribiendo una pieza teatral, como la llamaba con cierta ceremonia, porque estaba convencido de que imaginar diálogos y movimientos, entradas y salidas del escenario, era el único acto de creación que realmente merecía el esfuerzo. Tal vez Luna tenga razón… escribió.

Cuando terminó sus anotaciones sobre el teatro La Nena dejó de escribir y se quedó un rato mirando los árboles, las plantas pequeñas y de hojas gruesas, la grama. Aparte del almendrón, el mango, el limonero y la acacia, los cuatro árboles que había en su casa cuando era una niña, no conocía el nombre de ningún otro árbol. Los pinos, claro, pero los pinos son más un olor y no podría distinguir entre un canadiense y un caribe. Los demás eran sólo árboles grandes o pequeños, con sombra o sin sombra y nada más. Pensó que eso podía anotarlo pero después recordó, como siempre que se sentía fuera de sus propias reglas, que para la carpeta verde sólo iban los pensamientos sobre las palabras, las maneras de decir. Los pensamientos sobre las cosas concretas tenía que anotarlos en el cuaderno azul.

La Nena guardaba un riguroso orden en sus notas, porque había decidido un día que ya que todo es tan de paso, que la memoria tiene la terca costumbre de vaciarse, que lo que queda después son retazos de todo, había que dejar escrita una especie de bitácora de vida. Y así como en los accidentes buscan la tal caja negra de los aviones para saber qué pasó, en caso de tragedia, desgracia aguda o infelicidades varias, La Nena tendría un lugar donde buscar el momento exacto en que empezó a fallarle una que otra pieza. Es verdad que quería ser distraída, como decía la canción de Chico Buarque, pero también quería tener una memoria de repuesto. Se había imaginado muchas veces que cuando considerara guardado todo su pensamiento en esos papeles los encerraría en una vitrina como las que se usan para guardar los extintores de incendios. Le pondría un enorme letrero en letras rojas que dijera: “En caso de emergencia, rompa el vidrio”. Pero era una idea tonta, nunca terminaría de recoger todo en papeles. Y si perdiera completamente la memoria le sería imposible reconocer como suyos los trazos, las frases, los nombres. Todo estaría perdido.

Pensó que podía aprovechar que estaba en la Biblioteca para darse un baño. Solamente tenía que hacerle la señal acostumbrada a Luis para que le sacara del último estante de atrás la bolsa con el paño, el jabón y las cholas de goma. Pero era demasiado temprano y había mucha gente todavía. Era mejor regresar después. Recogió sus papeles, se despidió de la gente y regresó al cafetín a pedirle a Hipólito que se manifestara con algo a cambio de un par de botellas. Si esto no funcionaba, se acercaría hasta el comedor a pedirle a la señora Alberta las sobras de verduras y los pedazos de pellejo con carne que necesitaban para la olla de hoy. Lunes, diciembre.

1c

–Hola –dijo Olga.

–Tú sabías que yo venía esta noche, así que no me mires como si no lo supieras –respondió Ígor casi con fastidio.

–Tu puntualidad es proverbial, ya se sabe –dijo Olga y prendió un Belmont.

–¿No podemos conversar un rato sin tanto mal humor? –preguntó Ígor mientras se sentaba en el suelo frente a Olga.

–El mal humor es una razón de ser, una coraza que nos defiende de la vida y nos impide ser conformistas...

–un escudo,

–una lanza,

–una trompeta...

–Te pasaste –cerró Olga.

–¿Quedan cervezas de las del mediodía? –preguntó Ígor ya un poco impaciente.

–Creo que sí. Busca en la cava y ciérrala bien, porque después dicen que fui yo la que la dejé abierta.

–¿No hay más nadie aquí? –quiso saber Ígor.

–Guillermo se fue a su ronda nocturna por Sabana Grande. Luna y La Nena deben andar por ahí encaramados en el techo del pasillo, les gusta dormir a la intemperie cuando hay luna llena y hace fresco. Los niños no han regresado de su eterna excursión por los recovecos de Tierra de Nadie...

–¿Qué hacen jurungando todos los jardines?, siempre los veo entre las matas y las alcantarillas...

–No sé –dijo Olga– deben buscar algo para coleccionar. Siempre están coleccionando algo, hojas, insectos, pedacitos de hilos, papeles arrugados. Es una manía que debe haberles quedado de Blanca.

–Blanca... nunca la conocí –se dio cuenta Ígor, de pronto.

–No te perdiste gran cosa –respondió Olga.

–¿Cómo era?

–Flaca.

–¿Nada más?

–La gente muy flaca no necesita de más descripciones. Puedes imaginarte todo lo demás. Una mirada siempre tensa, un gesto siempre crispado. Ojeras. Dedos huesudos que sostienen un cigarrillo o un café. Dolores permanentes de estómago... un tipo destructivo de mal humor.

–Ése que no es trompeta –completó Ígor.

–Ése.

–¿Por qué se fue?

–Iba detrás de uno de esos sueños: quería ser libre. Todos los días se levantaba, miraba a los niños, despertaba a Guillermo y le decía que quería ser libre, como una especie de oración matutina. Como si se persignara y dedicara la jornada a un Dios. Su dios era esa idea vaga: SER LIBRE.

–¿Y qué está haciendo ahorita?

–Eso es lo más triste. Trabaja en una compañía constructora. Decidió enarbolar su condición de Ingeniera de la República con título expedido en esta respetable casa de estudios.

–Entonces hace casas, edificios...

–Puentes, carreteras, desfalcos a través de contratos fraudulentos con el consentimiento del Estado... sí, esas cosas.

–¿Y no la han vuelto a ver? ¿cómo sabes que anda de ingeniera?

–Aquí todo se sabe. Siempre llega alguien de afuera que trae una noticia. El mundo termina llegando siempre hasta aquí. El único que no sabe ni quiere saber dónde está Blanca es el pobre Guillermo que finge que la busca todas las noches por Sabana Grande...

Olga interrumpió la conversación bruscamente y preguntó:

–¿Te vas a quedar mucho rato?

–No sé –dudó Ígor, esperando una señal– creo que no depende de mí.

–Pues si es de mí que depende, ya te puedes ir.

Ígor la miró largo. Suspiró como si se resignara. Se levantó y se fue.

Olga esperó a que se perdiera por el pasillo. Entró en el cuartico apurada, se cruzó el bolso y se puso las sandalias. Salió afuera con una pintura de labios en la mano y en el espejo que colgaba de la puerta se dibujó una y otra vez la boca roja. Había un concierto esa noche en el Aula Magna, un homenaje a alguien que no recordaba quién era. Habría gente, ruido, niños... un buen coto de caza.

1b

–¡Qué elocuencia!, qué distinción para cautivar, qué manera de asumir responsabilidades históricas.¿Ustedes oyeron con la debida atención esa joya de la retórica que acaba de pronunciar Paz Dávila?

Todos miraron a Olga y afirmaron o negaron o se pusieron a hablar de otra cosa al mismo tiempo.

–La elocuencia no es un arte tan difícil y Paz Dávila parece tener al menos ése a su alcance –respondió, por ejemplo, Luna.

La Nena había dicho que no, que sólo se había dedicado a observar meticulosamente cuál era el modelo de barbilla-bigotes-colmillos-lentes-orejas que mejor le quedaría a los afiches electorales del candidato a Decano. Guillermo, por dar un ejemplo más, había respondido sí. Se había callado un momento para dar paso a su mejor cara de gravedad: entrecejo junto, boca apretada, ojos buscando palabras. Después había dicho que eso de adecentar la universidad se le parecía levemente a una amenaza y recordó que el futuro Decano de Ingeniería –porque seguro que ganaba– había señalado insistentemente hacia el barrio cuando se refería a las irregularidades que debían evitarse.

–Erradicarse –dijo Olga– erradicarse es la palabra exacta que usó nuestro futuro comendador. Dijo exactamente en este tono –se irguió un poco, engoló la voz– “esta casa que con orgullo nos atrevemos a proclamar que vence las sombras, no puede permitirse que las irregularidades y el libertinaje campeen sin coto en su seno”, aquí debió colocar un punto y coma, “debemos erradicar esos males a lo largo y ancho de esta ciudad universitaria para la que todos sus hijos tenemos la obligación de procurar un futuro de orden y progreso”. Igualito al lema de la bandera de Brasil –dijo Olga cambiando el tono de discurso y sonriendo sin alegría.

–Era digno de verse –dijo Luna. Tenemos que recordarlo para las generaciones futuras. Glinda, tú serás la encargada de transmitir a las generaciones que vendrán el histórico acontecimiento que acabamos de presenciar.

Glinda lo escuchaba mientras doblaba con La Nena unas sábanas que habían estado secándose al sol sobre el pasillo techado.

–Les dirás –siguió Luna– que viste al hombre ordenado, amante del progreso, dueño de sí mismo y de sus circunstancias, etcétera, iniciando la cruzada para rescatar de las sombras a la Ilustre Universidad Central de Venezuela, fundada por el mismísimo Libertador Simón Bolívar en el año de gracia de... ¿en qué año fue que nos fundó el susodicho?

Glinda seguía escuchando mientras se sentaba con La Nena en el borde del techo y con los pies colgando miraban a Guillermo y a Olga que preparaban todo para montar la olla.

–Les dirás que, cuando eso ocurría -dijo Luna sin hacer caso a la pregunta-, aquí en El Barrio todos celebrábamos el inicio de la guerra–.

Acercó un fósforo a la leña para ayudar a prender el fuego.

–Una guerra para la que El Barrio se prepara muy mal, hay que decirlo –agregó Olga mientras lavaba unos restos de verduras–. Acuérdense del día en que Paz Dávila tuvo la delicadeza de advertirme que el primer blanco de su cruzada civilizadora íbamos a ser nosotros. Y desde que les conté eso no hemos hecho nada para estar preparados. Dentro de un mes la ofensiva exterminadora nos va a aplastar si no nos movemos.

–El asunto no es moverse –dijo Guillermo– hay que quedarse aquí y sostener esto. Demostrarle a Paz Dávila que no puede hacer nada por ordenar este desorden.

–No es solamente Paz Dávila. Si lo eligen es porque mucha gente piensa que, en efecto, la casa luminosa necesita unas barriditas por aquí y por allá, que detrás de las puertas no haya pelusas –dijo Luna.

–Que debajo de las camas no se escondan mocos –dijo Glinda.

–Que no haya malos olores que tapar con aerosoles de pino –completó La Nena.

–Que los malos olores, si los hay, no se sientan –dijo Olga.

–Y nosotros estamos demasiado abiertamente instalados aquí.

Guillermo había cerrado el juego con una cara tan seria que todos se quedaron callados como esperando un regaño. Mientras veían hervir las verduras y los pedacitos de pellejo en el agua amarillenta, esperaban que alguien encontrara el hilo perdido.

–Además de pintar adecuadamente una que otra palabrota verde en los afiches de Paz Dávila ¿ustedes creen que tenemos que hacer algo concreto? –preguntó, finalmente, La Nena.

–¡No! –dijeron todos.

–Creo que esta es una buena escena para proponérsela a un modesto director de cine nacional –dijo Ígor llegando por el pasillo de Ingeniería– toda la familia de El Barrio reunida alrededor de la olla sustentadora del día. Única comida de estos seres autoexiliados del mundo a los que la vida se empeñará en seguir golpeando en nuestro próximo capítulo.

Los niños aplaudieron y rieron como locos. Adoraban a Ígor porque cuando estaba de ganas y no perseguía a Olga se iba con ellos a ayudarlos con las historias y siempre se le ocurrían ideas geniales.

–La mentalidad práctica de un estudiante de eso que pretenciosamente llaman ciencias sociales podría sernos de mucha utilidad en estos momentos de preparación para la lucha –dijo La Nena desde el techo.

–¿De qué se trata? –preguntó el recién llegado.

–De saber qué es lo que vamos a hacer cuando Paz Dávila resuelva convertirnos en comida enlatada para perros –respondió Luna.

–Si esto que estoy oyendo no es una absoluta alucinación –dijo Ígor– debo anunciar con asombro que es la primera vez que los escucho hablar, y nótese que sólo digo hablar, de hacer algo concreto en pro o en contra de cualquier cosa. ¿Dónde quedaron los viejos postulados? ¿dónde la convicción serena de que la mejor manera de estar fuera del sistema era dejando de actuar según sus reglas de producción, reproducción y consumo?

Ígor usaba un tono grandilocuente que era su preferido cuando quería burlarse un poco, que era casi siempre.

–Me pareció haber escuchado –continuó– en las largas conversaciones alrededor de generosas botellas de cerveza o ron, según el ánimo, que los aquí presentes se habían reunido a vivir en estos tres cuartuchos que hemos convenido en llamar El Barrio, porque era en este lugar donde se estaba iniciando la Gran Contra Cultura, la del No Hacer.

Ígor miró a su alrededor, le dirigió una sonrisa a La Nena y a Glinda que seguían en el techo, se sentó en una caja de cervezas vacía y siguió hablando en el mismo tono de burla.

–El amigo Gonzalo Luna, que ha preferido siempre que lo llamen por su luminoso apellido y que ha sido el ilustre ideólogo de este colectivo, me ha insistido en innumerables oportunidades que no se trata de un programa político sino filosófico ¿no es verdad?

Luna se rascó la barba sonriendo y asintió con la cabeza.

–Y hete aquí que hoy estamos en plan de ACTUAR, de hacer algo más que la olla diaria de hervido con sobras. ¿Qué ha sucedido? ¿retroceden las fuerzas del bien?

–Quisiéramos tomarnos esto un poco en serio –dijo Guillermo, que había estado revolviendo y probando la sopa.

–La seriedad no ha sido nunca el norte de esta comunidad de outsiders –respondió Ígor– ¿qué es lo que ha pasado entonces?, ¿me lo van a contar o no?

–Es Paz Dávila –dijo Olga– hoy se lanzó un discurso al borde del estremecimiento, con llamados a la limpieza y el orden.

–Y ese orden implica, por supuesto, acabar con las lacras sociales que parasitan en los recovecos de esta ilustre casa de estudios –completó Ígor– cosa que los incluye a ustedes y a su Barrio. Entiendo. Es un asunto peligroso.

–Es lo que yo les decía –apuntó Guillermo con la cuchara de palo en alto.

–Mi querido genio de las matemáticas –dijo Ígor levantándose a oler la sopa que Guillermo revolvía– su claridad para identificar los problemas siempre me ha paralizado de asombro. Pero no creo que el peligro se presente a corto plazo. En principio, falta un mes para que nuestro nunca bien ponderado Paz Dávila tome posesión de su cargo, si es electo. En segundo lugar, el uso de la fuerza está bastante limitado en estos predios autonómicos. En tercer lugar, pero no menos importante, las damas, los caballeros y los niños aquí presentes deben reconocer que esta situación no iba a permanecer inalterada para siempre y que con Paz Dávila o sin él algún día iban a tener que mudar sus ollas y colchonetas a otra parte.

–Tu pragmatismo es conmovedor –dijo Olga con un gesto de fastidio.

–Como diría mi amigo Michael ... todo sería inmediato y evidente si la hermenéutica de la semejanza y la semiología de las signaturas coincidieran sin la menor oscilación... –dijo La Nena que coleccionaba frases altisonantes para soltarlas en el medio de las conversaciones cuando no tenía nada más que decir.

–Es verdad que tendremos que irnos algún día –dijo Luna– quién sabe cuándo. Pero eso es una cosa muy distinta a que venga una bestia peluda a gruñirnos, asustarnos y hacernos huir sin que uno presente alguna resistencia.

–Claro, hay una gran diferencia –admitió Ígor encendiendo un Belmont.

Pero ... –continuó citando La Nena– dado que hay una ranura entre las similitudes que forman grafismos y las que forman discursos, el saber y su labor infinita reciben allí el espacio que les es propio...

–Hay una salida simple –dijo Ígor– que es irse de aquí antes de que la guerra sea declarada abiertamente, lo cual les permitiría sostener el honor en alto aun en medio de la huida.

–¡No! –dijeron todos, incluso los niños.

–Bueno, si están decididos a enfrentarse a los hechos concretos con hechos igualmente concretos, como exigiría el positivismo más puro, entonces creo que lo mejor será ponernos a imaginar qué es lo que haría Paz Dávila y cómo podría El Barrio responder.

–Tienen que surcar esta distancia –continuó en su monólogo La Nena– yendo, por un zigzagueo indefinido, de lo semejante a lo que le es semejante...

–Yo me imagino –dijo Glinda rodeada por Matín y Ninfa– que Paz Dávila utilizará su pata de palo y el gancho de hierro oxidado que tiene en la mano izquierda para trazar en el aire una figura que represente huesos y y calaveras y después dirá ¡a la carga!...

Los niños saltaron de risa. Martín fue haciendo los gestos que Glinda describía. Ninfa se arrodilló en el suelo en actitud de súplica, como quien pide misericordia. Todo lo cual, realizado sobre el techo del pasillo, resultaba de un énfasis indiscutible. Pero nadie podía verlo desde abajo. Sólo La Nena que había dejado de citar para ver el montaje y ponerle algo de su propia cosecha.

–El mar está embravecido –dijo La Nena– El viento cruje en los mástiles. Pero los guerreros sólo son capaces de mirar con odio creciente al enemigo y la naturaleza no los amedrenta...

–Los guerreros del pirata Paz Dávila se ensañan contra los desvalidos que encuentran a su paso, pero los desvalidos no se quedan atrás y se ensañan contra los piratas –completó Glinda.

Luna miro a Ígor quien, después de reconocer una seña casi imperceptible, se levantó al mismo tiempo que él para ir a buscar unas cervezas. Guillermo y Olga soplaban con cartones el fuego, sentados sobre unos ladrillos puestos a cada lado de la olla. Fausto y Rebeca no habían llegado y eso era como decir que no era hora de comer todavía. La Nena y los niños ya bajaban del techo mezclando todos los cuentos que los niños habían inventado y perfeccionado sobre piratas, espadachines y ladrones, pero que tenían ahora un único protagonista: Paz Dávila.

–Aunque, si lo pensamos bien, todo héroe que se precie tiene que tener un nombre menos prosaico –estaba diciendo La Nena– supongamos que lo sonorizamos un poco, le damos el toque de película de Hollywood que se merece y lo bautizamos Captain Peace, ¿ah?

–¡Sí! –dijeron los niños a coro.

–Hay que pronunciarlo con dulzura –dijo La Nena– estas palabras hollywoodenses hay que pronunciarlas bien, para que no pierdan el glamour: Captein piis ... repitan:

–Captein piis –repitieron en distintos tonos y volúmenes Martín, Glinda y Ninfa.

–Hemos llegado a una conclusión interesante –anunció Ígor que acababa de llegar con Luna trayendo las cervezas– y es que, una vez observado con detenimiento el enemigo, el barrio procederá a decidir el curso de sus acciones.

Ya estaba llegando Rebeca. Gritaba porque la Digepol le había quitado su cédula y no se la querían devolver.

–Razón por la cual –seguía Ígor, alzando cada vez más la voz– a partir de hoy este colectivo se dará a la tarea de vigilar de cerca todos los movimientos del susodicho enemigo.

–Sí –dijo La Nena– vigilaremos y castigaremos al Captain Peace con uñas y dientes, pintaremos colmillos sangrantes en sus afiches ¿y después?

–Después tomaremos las medidas pertinentes –dijo Luna– y no hacer nada puede seguir siendo la mejor medida.

–No suena coherente –dijo Guillermo.

–Era una mujer de pelo amarillo. Catirita era la muy hija de puta que me sapió y después se fue muy oronda con mi marido, ¡la muy puta!... –gritaba Rebeca manoteando a todo el que se le cruzaba por el pasillo.

Faltaba Fausto y todos estarían listos para el desayuno-almuerzo-cena del primer lunes de noviembre.

–No tiene que ser coherente –dijo Olga– solamente tiene que ser una respuesta.

–Nunca abandona la esperanza al espíritu ocupado incesantemente en objetos insustanciales, que revuelve con mano ávida para hallar tesoros y se da por satisfecho cuando encuentra un gusano...

Había llegado Fausto, impregnando el aire de su inseparable olor a caña clara. Pidió un plato y se sentó en el suelo. Hora de comer.