28.11.08

1a

Eso sí, el barco tiene que ser de velas porque si no es de velas no tiene gracia, había dicho Martín. Más que la navegación del velero, lo importante era a dónde se dirigía el solitario barco, la ruta que con seguridad buscaba sobre el mar embravecido que intentaba en vano torcer su destino, completó Luna con cara de misterio. En medio de aquella tempestad amenazadora, se hizo de pronto una calma en la que la embarcación quedó como suspendida, agregó Glinda con ojos de presagio. Y el barco con sus velas a medio plegar entró en una bahía donde el agua apenas levantaba copos de espuma, dijo Ninfa. No había nadie en la playa, pero los tripulantes y el Capitán sentían que algo estaba vivo en aquella isla, dijo Martín mirando a los lados como quien sospecha trampas. Era la presencia de un secreto guardado por siglos y que iba a ser develado ahora por el Capitán y sus secuaces, dijo Glinda. ¿Secuaces?, preguntó Olga. Claro, es que ustedes todavía no saben quién es el Capitán, les explicó Ninfa. Vamos a seguir que después se van a dar cuenta, dijo Martín.

El Capitán enfocó su ojo de pirata tuerto hacia la playa y leyó los signos que sólo él conocía, dijo Ninfa. Un árbol ya seco, una enorme roca en forma de Facultad, a lo lejos una colina, dijo Martín. Entonces se colocó justo en el centro imaginario del triángulo que resultaría si fuese posible trazar tres líneas, desde el árbol a la piedra, de la piedra a la colina y de la colina al árbol, dijo Guillermo sin poder evitar imaginarse que tenía que ser una colina bien chiquita y cercana para que el centro del triángulo no quedara demasiado lejos y fuese posible colocarse en él sin caminar mucho. Y una vez allí trazó con su pata de palo una equis en la arena y ordenó, ¡caven!, dijo Glinda apuntando con su pequeño dedo hacia el piso. Los hombres del Capitán cavaron y cavaron por horas, dijo La Nena un poco distraída. Y tuvieron que prender antorchas para poder seguir cavando cuando se hizo de noche, agregó Martín que amaba el fuego. Cuando ya estaban a minutos de morir de cansancio sonó en el fondo del pozo, porque ya era un pozo, un ¡clanc!, igualito como suena como cuando uno le da con una pala a la tapa de un tesoro, dijo Ninfa ya un poco impaciente. Claro, dijo Luna, porque era exactamente un tesoro. Los hombres lo fueron subiendo en medio de risas y gritos y planes, se entusiasmó Glinda. Cuando estuvo arriba el Capitán lo limpió con las manos, dijo Guillermo. ¡Con la mano!, Guille, el Capitán tiene una sola mano, porque en el otro brazo lo que tiene es un gancho, ¿no te acuerdas? lo regañó Martín.

Guillermo rectificó, aunque se preguntaba cómo podía acordarse si nunca antes habían inventado un cuento con este Capitán. Con la mano, entonces. Lo limpió con la mano y con un trapo que tenía en el gancho y soltó al aire una inmensa carcajada que se escuchó en toda la isla, terminó La Nena. Una carcajada que significaba el placer del triunfo, porque el Capitán Paz Dávila había estado a lo largo de diez difíciles años intentando poner la mano y el gancho –con trapo o no– sobre ese Tesoro de la Isla Central, gritó Glinda eufórica. ¿Paz Dávila?, preguntó Olga. Claro, tonta, dijeron los niños a coro, muertos de la risa. Y se fueron todos corriendo porque se hacía tarde.

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Sé que hay cuerdas tendidas, sábanas y paños bajo el sol. Pantaletas. Una olla sobre la leña produce humo y olores a las once y media. Se come a la una: desayuno y almuerzo. La cena es ron o cerveza. Sé que llaman a ese tenderete El Barrio Chino y que duermen en esos tres locales que están adheridos como inocentes parásitos a la pared norte del edificio de Ingeniería, al sur del pasillo techado (suponiendo que el norte sea la izquierda y que el sur sea la derecha, si uno va en sentido Humanidades-Arquitectura). Limitan por el este con una escalera que no sube a ningún lado y más allá con el pasillo que va a Arquitectura. Por el oeste, además de la entrada a Ingeniería y el cafetincito donde hacen los mejores jugos de frutas, con una caseta de teléfonos públicos, la entrada lateral de la Facultad de Humanidades, la biblioteca de Ingeniería, grama, Tierra de Nadie... es mucho limitar. No se puede empezar poniendo coordenadas, como las maestras de geografía que llegan empolvadas y enfundadas en medias color carne a fijar con voz chillona que Venezuela limita por el norte con el Mar Caribe y uno ve ese azul lleno de islas y es como si oyera una música, como si viera miles de colores y cuando la maestra empolvada va por el oeste con la hermana República de Colombia nosotros todavía estamos en las palmeras bañadas de sol... no se puede empezar con los límites.

Sé que hay dos parejas y un cuarteto. Es decir, Luna y La Nena duermen juntos. Olga (¿voy a llamarla Olga, sin más ni más?) está decidiendo si duerme con Ígor todas las noches o no. Los tres niños, Ninfa, Martín y Glinda, viven con Guillermo, como hermanos, porque Blanca se fue. Pero tampoco hay que empezar contando quiénes y cuántos son como los profesores de matemáticas, de barbas y lentes gruesos, que armados siempre con una tiza nos asombran con su extraordinaria capacidad de construir mundos con números...

—¡Olga! Ven a cenar.

—¡Ya voy!

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If someone has to lose
I don’t want to play
Sade Adu



Hay un gozne aquí que carece de aceite. Una bisagra que chilla. Sé que puedo estirarme sobre la cama y, mientras levanto planimetrías del techo, crear una guerra a mi medida. Que yo sepa quién es exactamente el enemigo y dónde está. Que sea mi voluntad la que fabrique y empuñe las armas para enfrentarlo. Una guerra donde no haya que rendirse.