7.2.09

10c

Te tengo que contar esto. No sé cómo contártelo pero éste es el final de la historia y esta historia no se puede quedar sin final. Ninguna historia se debe quedar sin final. Ya sé. Ya sé. Todo final es una convención. Un punto que se pone en el último extremo de una línea. Un tono de cierre. Un ‘y vivieron felices para siempre’. Ya sé, los cuentos de hadas, las historias de piratas y cofres del tesoro, todas tienen un final porque el propósito mismo de la historia es llegar al final para decirnos algo. Para enseñarnos algo que se supone que debemos aprender. Pero ¿qué es lo que esta historia quiere realmente decir? ¿para qué contar el final de esta historia? Te tengo que contar el final para poderme ir sin este peso. Para poder pasar la última página, cerrar el libro y empezar a hacer otra cosa, cualquier otra cosa menos quedarme colgada en esta historia que no termina de terminar.

Tengo que contarte el final para poder escapar a otro lado. Tengo que decirte que Guillermo murió y que fue ahí donde todo se terminó para siempre. Guillermo murió con tres balas en su cuerpo perfecto. Una bala le entró en un hombro. La otra le rozó la sien. La última, la que lo mató, le entró por un ojo y se quedó alojada, por pura terquedad, dentro de su hermosa cabeza cubierta de rizos negros. Así murió Guillermo y eso es lo que tengo que contarte. ¿De dónde salieron las balas? ¿quién lo mató? Esas son preguntas para una novela policial. No son preguntas que yo te pueda responder.

Yo sólo cumplí con ir a la morgue a reconocer el cadáver. Me dijeron que debía ir lo más rápido posible porque, después de la autopsia, sólo guardaban los cuerpos por veinticuatro horas y, si nadie los reclamaba, los mandaban a enterrar en una fosa común, dentro de una bolsa de plástico negra, como si fueran un montón de basura. Me vinieron a buscar a mí porque Guillermo tenía en su cartera una foto mía, con todos mis datos y alguien que atendió el teléfono en mi casa les dijo dónde encontrarme. Sí, en mi casa. Tengo una casa donde vivo cuando no estoy aquí, pero esa es otra historia que no te puedo contar ahora, porque ahora lo que tengo que contarte es el final de esta historia.

Cuando llegué a la morgue me hicieron esperar más de una hora. El apuro no parecía contar ya. Me llevaron por pasillos, escaleras, puertas, más pasillos hasta llegar a una sala llena de mesas. En las mesas había cuerpos tapados. Como en las películas, los pies era todo lo que se veía de cada cuerpo tieso. En cada pie izquierdo había una etiqueta de plástico verde. La mujer que me dirigía se detuvo frente a un cuerpo, leyó la identificación para estar segura y me miró con la mano puesta sobre la sábana, a la altura de la cabeza. Me sentía como en una película. Pero a diferencia de las películas, aquí se podía sentir el olor y no había un solo ruido. Nada de música incidental para enfatizar la gravedad del momento. El olor era una mezcla de cloro con amoníaco o tal vez de lejía con jabón. O tal vez de sangre tapada con alcohol o de orines lavados con creolina. Era un olor al mismo tiempo difícil de definir e imposible de olvidar. Un olor a muerte disimulada. A pánico.

Me pareció que pasaba un siglo. La mujer esperaba tranquila. La miré. Le dije que sí con un gesto dudoso de la cabeza porque el dolor que tenía acumulado en la boca del estómago hacía imposible que pronunciara un solo sonido. Ella levantó la sábana verde y en ese instante mis piernas dejaron de funcionar y se volvieron agua. Ahí estaba él. Lo había visto claramente antes de desplomarme en el suelo helado. Lo vi por un segundo y sin embargo sé que es una visión que voy a tener presente, con total nitidez, en el fondo de mi memoria hasta el instante mismo en que deje de ser.

Era él. Su pelo ensortijado todavía estaba ahí. Sus cejas gruesas y bien delineadas. Su lunar al lado de la boca. Y, aún así, no era nada más que un montón inanimado de carne, de huesos y piel ensangrentada. Alcancé a ver las dos heridas que tenía en la cara. Las habían limpiado y lucían como inocentes roturas sin consecuencias. El raspón en la sien parecía un golpe recibido al azar en una pelea entre amigos. La herida del ojo era una moneda oscura que parecía haberse hundido en su piel por equivocación.

Cuando me recuperé ya no estaba en la sala de los cadáveres. La mujer me había llevado casi cargada a un pasillo y me había dado un caramelo de menta. Me dijo que el azúcar ayudaba. Lo primero que hice después de confirmar que se trataba, en efecto, de Guillermo, fue preguntar qué había pasado. Pero nadie parecía saber. En la morgue sólo sabían que el cadáver había sido levantado temprano en la mañana, en la ciudad universitaria, cerca del estacionamiento de autobuses. Nada más.

Todo lo demás lo supe después, cuando regresé y pedí explicaciones. Dijeron que habían oído gritos y disparos en la madrugada. Dijeron que Guillermo estaba ayudando a uno de los choferes a arreglar el arranque de un autobús. Que los dos estaban de cabeza metidos en el motor del viejo perol y que un grupo de encapuchados había llegado preguntando por un tal Juan Antonio. El chofer les dijo que estaban equivocados, que ninguno de ellos era Juan Antonio. Cuando iba a indicarles los nombres de él y de Guillermo los tipos abrieron fuego. Al chofer sólo le dispararon una vez en una pierna. A Guillermo le apuntaron directo a la cabeza. El chofer parece que tenía alguna deuda pendiente, porque desapareció sin dejar rastro. Por eso encontraron a Guillermo tirado en la calle. Eso es todo. Nadie sabe nada más. Nadie está interesado en encontrar una respuesta ni en buscar ninguna verdad. Nadie está haciendo más preguntas.

Lo peor no es la muerte. Lo peor es que la vida se pueda perder de pronto de una manera tan absurda. Que todo sea tan descaradamente inútil. Que después de tanto predicar esta especie de resistencia pacífica que nos ha mantenido por más de un año en estos cuartuchos inmundos, terminemos en desbandada y con una baja de gratis. ¿A quién le duele la muerte de Guillermo? A los niños, claro. Por suerte Blanca vino a buscarlos. Llegó de la nada, salida de no sé qué paraíso o infierno. ¿A quién más le duele? Sólo a mí. Sólo a mí. Éste es mi dolor. Un dolor que no sé con qué parte de mi cuerpo sentir, de qué modo mantenerlo para que me sostenga.
Y éste es el final de la historia. Un final en el que muere el bueno y nadie sabe quién lo mata. Un final en el que la chica se queda sola con su dolor y su duelo. Un final que hubieras preferido no saber, ¿verdad?

4.2.09

10b

⎯¿Estás bien? –dijo Salgar, acercándose con mucha cautela.

⎯No –dijo Olga.

Salgar acercó un ladrillo y se sentó al lado de Olga. Esperó un rato a que Olga terminara de fumar y apagara el Belmont en el piso. Esperó a que sacara un nuevo cigarro y tratara de encenderlo con un yesquero sin gas. La escuchó mentar madres y dejó que se calmara. Le ofreció una caja de fósforos y esperó a que finalmente soltara la primera larga bocanada.

⎯Lo mataron −dijo finalmente Olga.

⎯¿Quién? ¿quién lo mató? −preguntó Salgar.

⎯No sé. Nadie sabe. O nadie quiere saber lo que pasó −dijo Olga mirando fijo hacia la puerta donde había vivido Guillermo con los niños.

⎯¿Cuándo te enteraste?

⎯Esta mañana.

⎯¿Quién te avisó?

⎯Alguien de la oficina del rectorado. No lo conozco.

Olga terminó de fumarse un segundo cigarro y se calló por un largo rato. Las lágrimas le corrían hasta el cuello sin pausa, pero no hacía ningún ruido. Como si llorar no implicara ya ningún esfuerzo.

⎯Tenía toda la cabeza cubierta de sangre. Pero la cara estaba intacta. Su misma cara de ángel grande, de querubín demasiado peludo.

⎯No te atormentes –dijo Salgar.

⎯Lo peor no es la muerte. Lo peor es la impotencia.

3.2.09

10a

Silencio. No se escuchaba nada más que un pesado, pastoso, reconcentrado silencio. Los niños se habían ido. La Nena y Luna se habían ido. Sólo quedaba Olga sentada frente a las tres puertas de El Barrio, bajo el pasillo techado que comunicaba Arquitectura con Ingeniería. Fumaba. Desde el piso en el que estaba sentada todo le parecía inmenso, interminable, inabarcable, inútil. En su mente sólo quedaba una imagen: la hermosa cabeza de Guillermo destrozada y sangrante. Aquellos ojos que habían tenido tanta vida, ya no miraban. En medio del infinito silencio Olga sólo podía ver aquellos ojos ciegos, apagados, ausentes.

La llamaron para que reconociera el cadáver y ella fue sin quejarse, segura de que se trataba de una equivocación. El día anterior, lunes de agosto, había conversado largo con Guillermo. En cierto modo se habían despedido. Olga le contó sus planes. Él le dijo lo que pensaba hacer. Entre largas pausas definieron el destino por venir y se resignaron a no verse tal vez por un muy largo tiempo. No se despidieron. Nunca se despedían. Pero Olga le dio un apretado abrazo y sintió que Guillermo temblaba al desprenderse de ella, como si un hondo presentimiento le atravesara el alma.

⎯No es para tanto –dijo Olga− En menos de lo que piensas voy a aparecer de nuevo a molestarte.

Guillermo no respondió. Sólo hizo un gesto de negación con la cabeza y dio media vuelta. Olga lo miró irse. Ahora, que sólo podía recordar su cabeza destrozada comenzaba a entender, por entre la bruma del dolor, que aquel había sido tal vez el hombre más importante de su entera existencia.

2.2.09

9e

El cuento de hoy sí tiene que ser sobre desaparecidos, dijo Ninfa. No, dijo Luna, mejor vamos a armar un cuento sobre dos hombres viejos que recuerdan una tragedia de su juventud. Ese no es un cuento con el Captain Peace, se quejó Martín. No podemos empezar a estas alturas a contar cuentos de viejos que recuerdan, dijo Glinda. ¿Por qué no? dijo Luna. ¡No se vale hacer preguntas!, dijeron los niños a coro.

***

⎯Yo también he tomado una decisión definitiva −dijo La Nena antes de acostarse.

⎯¿Qué? ¿Cuál? −dijo Luna.

⎯Me voy mañana a primera hora.

30.1.09

9d

⎯¿No te importa ser el personaje central de mi pieza, no? −preguntó Luna después de mucho darle vueltas.

⎯No, maestro, cómo cree que me va a importar. Muy al contrario, estoy francamente agradecido, conmovido incluso –dijo Ígor.

⎯No es para tanto. Es sólo una idea −dijo Luna.

⎯Pero cuénteme, cuénteme más. ¿Cómo es la cosa con el tiempo? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que nos encontremos a recordar? −se volvió a interesar Ígor.

⎯Nos encontremos no. Yo ya no voy a ser el otro personaje –dijo Luna, acentuando la gravedad de la voz, como si estuviera dándole una pésima noticia.

⎯¿Cómo no? –se sorprendó Ígor− entonces ¿quién va a ser mi oponente?

⎯Dialogante, Ígor. Es un diálogo, no una discusión −corrigió Luna.

⎯Como sea, maestro. La pregunta es con quién me voy a echar hipotéticamente los palos de aquí a veinte años –dijo Ígor.

⎯Con Salgar –dijo Luna–. Es la mejor solución. Me permite desprenderme de la historia, tomar distancia, reflexionar desde un ángulo ajeno.

⎯Absolutamente −aprobó Ígor con un amplio movimiento de la cabeza.

⎯Debe haber una revelación final que aclare el misterio de la historia, pero todavía estoy construyendo la intriga... −dijo Luna.

Parecía que iba a agregar algo más. Ígor esperó un rato y como Luna estaba absorto, tomándose a pico su cerveza, decidió intentar cambiar de tema.

⎯¿Y qué vamos a hacer ahora que no queda piedra sobre piedra en El Barrio?, maestro.

⎯Hablarán de Olga. Toda la conversación será una excusa para hablar de Olga. Porque ella representa el misterio de la libertad −dijo Luna, casi místico.

⎯Sí, claro −dijo Ígor, resignado a seguir escuchando sobre el mismo tema mientras duraran las cervezas.

29.1.09

9c

Dentro de la olla flotan hirviendo las pocas sobras que pudo conseguir Luna. Nadie la atiende, nadie espera que la comida esté lista. Nadie tiene hambre. Los niños revolotean alrededor recogiendo cosas tiradas en el suelo. Guillermo está sentado delante de la olla vigilando el fuego. Frente a él, Olga se fuma un cigarro mientras La Nena ordena papeles en una carpeta.

⎯La mejor manera de escapar de la muerte es aceptarla –dijo La Nena, lúgubre.

⎯Buscarla –dijo Martín.

⎯Llamarla −dijo Glinda.

⎯Acariciarla −dijo Ninfa.

⎯¿Qué es eso? –dijo Olga- ¿por qué te dio por ahí hoy?

⎯Nuestra amiga cree que perder lo que ha escrito a lo largo de toda su vida es equivalente a morir –explicó Guillermo.

⎯Lo que eres puede disolverse en cualquier momento si dejas de recordar −intentó explicar La Nena.

⎯ ... si dejas de soñar −dijo Glinda.

⎯ ... si dejas de cantar −dijo Martín.

⎯ ... si dejas de contar −dijo Ninfa.

Olga no tenía ganas de seguir conversando sobre la desaparición de los seres, los pensamientos o las cosas. Apagó con el zapato la colilla del cigarro y se sentó en el suelo al lado de Guillermo a mirar el fuego, que brillaba apenas a las cinco de la tarde, con el sol todavía alto.

⎯Yo me iría a Los Andes −dijo Guillermo.

⎯Típico sueño de caraqueñito criado en apartamento −dijo Olga, en el mejor tono que pudo para que no sonara a reclamo.

⎯Pues hay que pensar a dónde irse, eso no se puede evadir −dijo La Nena con el mismo tono lúgubre de antes.

⎯¿A dónde te irías tú? –preguntó Olga.

⎯Mi problema es precisamente ese –dijo La Nena– que no tengo un lugar ideal. Todos los lugares me parecen el sitio del exilio. La casa de mis padres en La Pastora ya no existe y desde que la tumbaron no ha sido posible que me sienta en casa en ninguna parte.

Los niños dejaron de jugar. Guillermo dejó de mirar el fuego. Olga se levantó y dio unos pasos para acercarse a La Nena y tocarle un hombro, intentando el gesto más cariñoso que había tenido con ella desde que la conocía. La Nena acababa de hablar por primera vez de su infancia, de sus padres, de la casa en que nació. Nunca antes nadie le había escuchado decir nada sobre su vida y el mundo parecía haberse detenido un instante para procesar el acontecimiento que acababa de suceder.

–Nunca abandona la esperanza al espíritu ocupado incesantemente en objetos insustanciales, que revuelve con mano ávida para hallar tesoros y se da por satisfecho cuando encuentra un gusano... es lo que diría Fausto si estuviera aquí –dijo Guillermo en un tono sombrío.

28.1.09

9b

⎯Hermano, esto se lo llevó quien lo trajo. No hay nada que hacer −dijo Guillermo al ver llegar a Luna.

La escena de destrucción era exactamente igual a la de la última vez. Pero quedaban ya tan pocas cosas que destruir, tan pocos papeles que aventar al aire, tan pocos libros que descuadernar, tan poca ropa que rasgar, que las escasez provocaba casi risa. Los cuadernos, carpetas y lápices de colores que La Nena había acumulado durante años ya habían sido destruidos y ahora los vándalos que asaltaron El Barrio sólo pudieron ensañarse con un íngrimo cuaderno de tapas marrones.

⎯¿Alguien me va a contar qué pasó esta vez? −dijo Luna resignado.

⎯Lo mismo de antes −dijo Guillermo.

⎯El mismo lío −dijo Ninfa.

⎯El mismo gentío −dijo Martín.

⎯El mismo río −dijo Glinda.

⎯...en el que nadie se baña dos veces −completó La Nena llegando.

⎯Tengo todo el día buscándote −casi le gritó Luna.

⎯No en los lugares correctos, supongo −dijo con tristeza La Nena.

Luna recogió la olla destartalada del rincón a donde la habían lanzado los maleantes que se habían ensañado una vez más con El Barrio y comenzó los preparativos para la comida. Nadie estaba con ánimo de acompañarlo.

⎯Ya lo decidí −dijo de pronto Luna.

⎯¿Qué? −preguntó La Nena.

⎯El segundo personaje no voy a ser yo. Va a ser Salgar.

27.1.09

9a

Lo primero que verían quienes entraran a la sala sería el escenario vacío. Apenas una luz. Dos sillas. Altas, como taburetes de bar. En ellas van a conversar más tarde dos hombres. Uno mayor, tal vez de unos sesenta años. El otro más joven, pero no mucho, tal vez en sus cuarenta. No están en el escenario todavía. Cuando el público entra a la sala sólo ve esos dos taburetes en un rincón y lo demás está en penumbras. Poco a poco la escena se ilumina y se anima. Se escucha una música más alegre de lo necesario, alguna canción de Celia Cruz o de Maelo. Se van prendiendo las luces y se ve que los taburetes están cerca de una barra. Gente entra a escena por la derecha y se pierde hacia el fondo a la izquierda. Se escucha el murmullo de conversaciones y el sonido de vasos, copas y cubiertos. Un hombre flaco y alto se sienta en uno de los taburetes. Le hace un gesto al barman, que de inmediato le pone enfrente una cerveza fría sin mediar palabra. Pasa un rato en el que el hombre se va tomando poco a poco la cerveza. Cuando termina de tomársela el barman lo mira, esperando la orden de servir la otra. El hombre asiente con la cabeza y al instante le es servida otra cerveza espumosa y helada. Entra un hombre bajo y muy delgado, casi huesudo, y se sienta al lado del primero. Una conversación va a comenzar, así que el volumen de la música baja un poco y se oye la primera frase:

⎯¡Maestro!

Eso es todo lo que Luna ha llegado a imaginar de la obra que quiere escribir, contando el cuento de El Barrio como si fuera una historia que sucedió hace ya mucho tiempo y dos personajes secundarios lo recordaran todo veinte años después en una noche de tragos. Se ha imaginado el escenario y algunas frases de ese diálogo que no termina de precisar. Sabe que uno de ellos es Ígor, pero no se ha decidido por la identidad del segundo personaje. Tiene que ser alguien que de algún modo haya estado al tanto de lo que pasó, pero también debe ser alguien que sienta una especie de obligación moral de recordar. Si es posible, debe conocer a algunos de los personajes desde antes de que todos terminaran viviendo en El Barrio. Se le ha ocurrido que alguien como Salgar sería el mejor para esa obra, pero todavía sigue tentado por la idea de construir un personaje a su propia imagen y semejanza. Sería casi un testimonio autobiográfico, valga la redundancia, se dice Luna mientras camina por el pasillo de Farmacia en dirección a Odontología.

Está buscando a La Nena desde temprano y no ha podido encontrarla. Se vino trazando una de las rutas que más recorre La Nena cuando quiere desentenderse de todo el mundo. Subió por tierra de nadie hasta la Plaza del Rectorado. Recorrió las rampas que dan al primer piso del Aula Magna, porque La Nena se sienta a leer arriba cuando no hay ningún espectáculo que abarrote las entradas de la sala. Nada. Bajó de nuevo a la Plaza y caminó por el pasillo que da a la Biblioteca Central. Saludó a Luis en la recepción y le pidió noticias de La Nena. Nada. Salió de nuevo al pasillo y antes de llegar a la Sala E cruzó hacia el Clínico, buscando la vía del cafetín, porque ahí servían uno de los mejores tés con leche de la universidad, según La Nena. Nada. Volvió sobre sus pasos para caminar hacia Farmacia y ver si La Nena estaba en una de sus largas conversas con la señora de las empanadas. Nada. Y ahora subía hacia la entrada de El Clínico pensando que si La Nena no estaba en el cafetín de Ciencias ya no iba a saber dónde buscarla.

Podía intentar regresar hasta La Parroquia, pero esos eran los predios de Olga y no los de La Nena. En el cafetín de Ciencias, Luna se tomó un café y estuvo un rato tratando de resolver qué hacer. No podía concentrarse porque desde el día anterior había tenido una iluminación que quería contarle a La Nena. No quiso despertarla, así que decidió que se lo diría al día siguiente, primer lunes de julio, buena señal, pensó. Pero al levantarse se dio cuenta de que La Nena no estaba y no había hecho otra cosa durante toda la mañana que buscarla.

Hoy le tocaba encargarse de la olla, aunque no habían sido muy regulares en lo de la comida últimamente, desde el asalto del mes pasado. Igual había que intentarlo, así que se devolvió una vez más sobre sus pasos, con una pesada sensación de repetición, para llegar por el camino más largo al comedor. La señora Berta había pedido un permiso porque estaba enferma, según le dijo una empleada nueva. Una señora todavía más malencarada que la señora Berta, pero mucho más pichirre. Apenas aceptó darle unos huesos pelados y unas papas viejas. Luna decidió que éste no iba a ser un buen día.

23.1.09

8d

El cuento de hoy sí tiene que ser sobre desaparecidos, dijo Glinda. No, dijo Ígor, por qué mejor no contamos un cuento sobre una joven y un muchacho que se van a vivir juntos y son felices para siempre. Ese no es un cuento con el Captain Peace, se quejó Martín. No podemos empezar a estas alturas a contar cuentos de hadas, dijo Ninfa y remedando a Ígor dijo en voz falsa, ‘...y vivieron felices para siempre’. ¿Por qué no? dijo Ígor. ¡No se vale hacer preguntas!, dijeron los niños a coro.

***

⎯¿Te puedo acompañar un rato? –se había atrevido a preguntar Ígor, despues de un silencio largo.

⎯No –dijo Olga– Lo mejor es que te vayas.

Ígor se avergonzó de estar todavía sin ropa. Se puso el pantalón lo más rápido que pudo. Juntó el resto de sus cosas y salió a terminar de vestirse en el pasillo. Cuando ya se iba notó que Guillermo lo miraba desde la puerta de su cubículo y no supo si acercarse a conversar o si terminar de irse. Guillermo se levantó, le hizo un gesto de saludo y entró cerrando la puerta sin un ruido. Ígor supo que no tenía nada más que hacer en El Barrio.

22.1.09

8c

Mientras busca sobras para montar la olla, Ígor pregunta por Olga, mira a los lados a ver si la ve en cualquier rincón, la ve pasar en cada mujer que se le parece, parte de la mañana se le va en esta doble búsqueda. Al final, llega al Barrio con una bolsa de sobras y ninguna noticia de Olga.

⎯No mucho –dijo como si alguien le preguntara– solamente conseguí arroz y papas, huesos de pollo y una mezcla de vegetales que no sé muy bien qué son.

Nadie respondió. Los niños estaban cuchicheando en una esquina, sin que fuera posible entender de qué se trataba el juego o lo que sea que estaban planeando. Luna y La Nena parecían discutir en voz baja dentro de su cubículo. Guillermo se acercó en silencio a ayudar a Ígor a montar la olla.

⎯Aunque no sea mucho, algo hay que comer, ¿no? –insistió Ígor, tratando de escuchar a alguien hablar.

Guillermo murmuró algo como una aceptación, pero ninguna palabra comprensible.

⎯No hay manera, no hay manera –dijo Olga llegando– he perdido toda la mañana tratando de hacer una denuncia seria, ante alguna autoridad que responda y no ha sido posible. Nadie se hace responsable de nada aquí. Ahora resulta que nos imaginamos los golpes, las amenazas, los destrozos. Ahora resulta que nosotros fuimos los que ‘provocamos’ el ataque, que nosotros somos los que generamos la violencia.

Olga hablaba cada vez más alto y su tono ya se parecía al de la loca Rebeca cuando gritaba sus denuncias sobre los tiempos de la guerrilla a todo el que pudiera escucharla.

⎯¿Qué pasó? –preguntó Ígor en su tono más conciliador.

⎯¡¿Cómo que qué pasó?! –gritó Olga cada vez más furiosa– ¡¿Te parece poco?! Nos asaltan, nos golpean, nos amenazan... y encima nos culpan a nosotros de haber provocado la violencia.

Ante los gritos de Olga, Luna y La Nena salieron a reunirse con los demás alrededor de la olla. Olga les contó que había ido a la Facultad, después al Rectorado, después a la oficina de prensa a hacer la denuncia de lo que pasó. Les contó que en todos los lugares a los que fue le preguntaron qué hacían ellos viviendo ahí, en esos tres cubículos en mitad del pasillo de ingeniería. En cada conversación que tuvo pasó de ser víctima a ser culpable de las agresiones, simplemente porque se encontraban en el lugar que no debían.

⎯Todo el mundo se siente aquí con derecho de insultarlo a uno –concluyó Olga.

⎯Porque no somos dueños de nada –dijo Guillermo.

⎯Porque no queremos nada –dijo Ninfa.

⎯Porque no respondemos a nada –dijo Glinda.

⎯Porque no somos nada –dijo Martín, fingiendo que lloraba.

Todos se concentraron en la olla. Fausto y Rebeca habían dejado de aparecer hacía ya varios días, así que nadie esperó a que llegaran para decretar que era hora de comer.

21.1.09

8b

–Bueno, bueno, bueno –dijo Ígor llegando– ¿qué pasó aquí? ¿jugaron Carnaval con los peroles o...?

Se detuvo en seco cuando vio a La Nena llorando aferrada a un montón de papeles desordenados que trataba de mantener juntos dentro de las tapas ya rotas de un cuaderno azul. La Nena no volteó a mirar a Ígor cuando lo tuvo enfrente, sólo negó con la cabeza una y otra vez. Ígor se sentó en el suelo con ella haciendo ademán de ayudarla a recoger los papeles desperdigados, pero el gesto se le disolvió en un movimiento vago y terminó pasándose la mano por la frente. Acababa de ver la magnitud del destrozo y a Luna cojeando por el pasillo. Detrás de él venía Guillermo sosteniéndose un brazo y los tres niñitos llorando asustados.

–Hermano, ¿qué pasó? –dijo Ígor levantándose a atender a Luna. Nadie lo había visto nunca tan serio.

–Nos asaltaron, nos robaron, nos golpearon, nos dispararon... –inició Luna una enumeración que parecía poder continuar por horas.

–Nos gritaron –dijo Glinda entre mocos.

–Nos patearon –dijo Martín sobándose un codo.

–Nos empujaron... –dijo Ninfa ahogándose en llanto.

–Pero ¿quiénes? –preguntó Ígor.

–Ellos, ellos –Luna estaba fuera de sí.

Ígor habló entonces con Guillermo que no había dejado de sostenerse un brazo que se hinchaba cada vez más.

–¿Los viste? ¿sabes quiénes son?

–No sé quiénes eran, estaban encapuchados, pero por lo que nos dijeron son gente de Paz –dijo Guillermo, notando la flagrante contradicción de la frase.

–¿Qué les dijeron?

–Que nos largáramos –dijo Glinda.

–Que nos esfumáramos –dijo Ninfa.

–Que nos desapareciéramos o ellos nos iban a desaparecer –dijo Martín.

De pronto Ígor se dio cuenta de que Olga no estaba y al preguntar por ella todos se miraron entre sí. Nadie respondió. Ígor casi corrió hasta su cubículo y al no verla adentro no supo qué pensar ni qué hacer.

–Ella se fue a buscar ayuda –murmuró finalmente Guillermo.

–¿Y qué van a hacer ahora? –Ígor sintió que debía rectificar la pregunta –¿qué vamos a hacer?

–Nada –dijeron todos al mismo tiempo y cada quien se dedicó a recoger lo que había quedado una vez más en pedazos.

19.1.09

8a

Tendría que comenzar con un primerísimo primer plano de las hojas manoseadas de un libro, venía pensando Ígor, y luego abrir lentamente la toma hasta que se viera cada vez más y más espacio, lentamente, la caja de cervezas en la que estaba el libro, el piso del pasillo y poco a poco el pasillo a todo lo largo y luego el techo que lo cubre y luego de un rato comenzaría a pasar gente de un lado a otro y entonces habría un lento paneo hacia la izquierda y aparecerían los tres cubículos donde viven Guillermo y los niños, Luna y La Nena, y finalmente Olga. La luz sería de tarde, la olla de la comida estaría sola en medio del patio despidiendo humo sin nadie que la atienda. Los niños saldrían corriendo de pronto, atravesando la toma en el sentido contrario del movimiento de la cámara, entrarían por la izquierda y se perderían por la derecha. Entonces la cámara enfocaría la puerta del cubículo de Olga y la toma se iría cerrando justo cuando ella saliera, hasta enfocar un plano medio de su cara y su busto. ¡Corten!

A Ígor le encantaba imaginar versiones distintas de esta misma idea. El guión de la película que quería escribir sobre El Barrio estaba todo en su cabeza desde hacía un par de meses y hoy, primer lunes de junio, había decidido venir a contarle a Olga cuál era el final de la historia. Hace un mes ella había propuesto que se fueran a vivir juntos lejos de ahí y como sucede con todos los deseos vehementes que se hacen de pronto realidad esta noticia había producido una especie de devastación en el estado de ánimo de Ígor. No supo qué hacer ni qué responder. Sólo pudo tocar, con sus manos largas el cuerpo de Olga y sentir la tantas veces anhelada delicia de acariciar esa piel que se le había negado por tanto tiempo. ¿Cómo, cómo coño puede el cine reproducir el sentido del tacto? Se preguntaba siempre Ígor al llegar a este punto. El cine puede reproducir sonidos e imágenes pero el olor y el tacto son irreproducibles.

Sin embargo, pensaba, siempre queda la posibilidad de sugerir. Si le muestras al espectador una piel que invita a la caricia, tal vez sea posible confiar en la participación del público, dejarlo que complete el sentido e imagine que toca esa piel. Así como comemos con los ojos tal vez podamos acariciar con los ojos, tocar con los ojos. Pero tratándose del recuerdo de la piel de Olga, Ígor no parecía nunca satisfecho y llevaba semanas imaginando una toma que pudiera usar en su hipotética película para hacer que el público deseara como él esa piel. Como él la había seguido deseando después de ese día, hace ya un mes, en que Olga le dijo que buscara un lugar donde pudieran vivir juntos. Esto había significado que Olga le permitía visitarla y a veces hasta quedarse con ella hasta el día siguiente, pero no le había permitido pensar que iban a vivir juntos en El Barrio. La condición implícita de esta aceptación era la huida, la fuga de aquel lugar que se estaba desmoronando. Ígor había estado buscando con la mejor voluntad un lugar donde vivir. Mientras buscaba casa, coleccionaba al mismo tiempo locaciones para sus futuras películas, una costumbre que era difícil de abandonar cuando uno tenía un ojo cinematográfico, como llamaba él a su poco instruida afición por el séptimo arte.

Un viejo edificio al final de la Avenida Libertador a la altura de El Bosque, una casa abandonada en la plaza de Las Delicias, un edificio a punto de caerse sobre sus propias ruinas en Las Mercedes, el apartamento de paredes redondeadas que vio en aquel edificio cilíndrico que parecía más un silo que un lugar para vivir, una casa en La Pastora que seguía conservando un minúsculo patio interior, con un limonero en una esquina y muchas matas de rosas, le parecían locaciones perfectas para alguna toma que se le ocurría en el instante en que enfocaba con su ojo fílmico el lugar. Las historias surgían de los lugares. A Ígor siempre le gustó la idea de imaginar qué cuento podría contarse a partir de un espacio, desde un determinado ambiente ocupado por objetos específicos. Esa era su obsesión y no necesitaba demasiadas teorías para darle rienda suelta a su guión imaginario cuando un lugar le hacía ‘clic’ y la cámara comenzaba a rodar. Pero la gente, pensar en dirigir actores, lidiar con el cuerpo humano, crear diálogos que le resultaran convincentes y no fingidos ni recitados, esa era definitivamente otra cosa. Por eso había intentado tantas veces convencer a Luna, que era o había sido escritor de teatro, para que lo ayudara en la película sobre El Barrio, porque él sabría encontrar la palabras correctas.

Como siempre, al llegar a este punto en que su imaginación se detenía, pensaba con resignación que él hubiera encajado mucho mejor en el tiempo del cine mudo. Pura imagen, pura iluminación, pura expresión del cuerpo y del rostro, nada de palabras. Si acaso aquellos letreritos explicativos en los que se condescendía a armar un mínimo soporte anecdótico para consuelo del gran público. Pero eso sí que era arte del bueno. Con el sonido y los diálogos todo se volvió literatura y la imagen quedó en un segundo plano. Este era uno de los argumentos que Olga más le discutía, disparándole ejemplos de películas de hoy, contemporáneas, en las que la imagen estaba por encima del diálogo e incluso de la anécdota. ¡Resnais! Le gritaba Olga cuando todos los razonamientos se le acababan y el nombre de un director parecía ser el argumento más contundente. ¡Bergman! Pero Ígor nunca se daba por vencido y volvía a su tema de que las palabras habían matado al verdadero cine.

Ninguna de sus amadas locaciones había dado resultado como prospecto de vivienda, así que la relación con Olga se mantenía en un limbo habitacional que no parecía tener fin. Ni palante ni patrás, decía cuando algún amigo le preguntaba cómo iba por fin la cosa. Dada la voluble historia sentimental que conocía de Olga, no muy dada a la estabilidad o la permanencia, Ígor sabía que la oportunidad de su vida se le podía estar escapando de las manos con cada día que pasaba. Le resultaba vergonzoso reconocer que a los 25 años seguía viviendo en el apartamento de sus padres y ésta era la razón por la que no podía simplemente llevarse a Olga a vivir con él, como todo el mundo le decía cuando se enteraban de su dilema. Inventaba entonces que necesitaba un lugar más grande porque donde él estaba no cabían. Y cuando la gente le respondía con el dicho de donde comen dos comen tres él sacaba la cuenta de la gente con la que vivía y rectificaba, donde comen cinco...

15.1.09

7d

El cuento de hoy es de desaparecidos, informó Ninfa. ¿Cómo de desaparecidos? quiso saber Olga. Tiene que ser un cuento con personajes que desaparezcan, explicó Martín. ¿Por qué? dijo Olga. ¡No se vale preguntar!, recordó Glinda. Con desaparecidos, pues, dijo Olga, y empezó: El Captain Peace –¿no están ya cansados de hacer cuentos con este tipo tan aburrido? se interrumpió. ¡No se vale hacer preguntas! dijeron los niños a coro. Bueno, bueno, el Captain Peace había estado viajando por un laaaargo tiempo sin encontrar nada útil qué hacer, dijo Olga. Entonces pensó que ya era tiempo de darse una vuelta por el viejo mundo, para ver qué estaba pasando por allá, dijo Ninfa. Así que se dispuso con todos sus marineros a cruzar el charco, dijo Martín. Y después de mucho navegar llegaron a la madre patria, dijo Glinda. Pero en la madre patria le esperaba una sorpresa que nadie hubiera imaginado, dijo Olga, porque resulta que se había formado un tribunal para investigar los crímenes contra la humanidad. ¿Y eso qué tiene que ver con desaparecidos? preguntó Martín. ¡No se vale hacer preguntas! gritaron Glinda y Ninfa. Tiene que ver, respondió Olga aunque no se valiera hacer preguntas, porque los desaparecidos son parte de los delitos contra los derechos humanos: si tú desapareces a alguien eres un criminal y los criminales deben ser juzgados e ir a la cárcel. Eso está muy fastidioso, dijo Ninfa. ¡No se vale fastidiarse! dijo Olga. ¿Y quién inventó esa regla?, dijo Martín. ¡No se vale hacer preguntas!
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14.1.09

7c

–No lo encuentro, no sé dónde se metió el muy bestia... –dijo Olga.

–Lo buscaste en La Parroquia –dijo Guillermo desperezándose.

–De allá vengo –dijo Olga.

–Seguramente no vino hoy. Y ¿cuál es el apuro de encontrar a Ígor justamente hoy? –dijo Guillermo.

–Quería decirle que sí –dijo Olga.

–¿Cómo así? –dijo Guillermo todavía a medio despertar, pero sin olvidar la entonación medio andina que le otorgaba siempre a esta pregunta.

–Eso, decirle que sí, que acepto que vivamos juntos –explicó Olga–, pero no aquí.

–Entonces dónde –dijo Guillermo que apenas entendía de qué estaban hablando.

–En cualquier otra parte –dijo Olga.

–¿Estás segura de que quieres irte de aquí? –preguntó Guillermo empezando a preocuparse.

–Lo único que sé es que ya no podemos seguir esperando a que nos termine de caer encima una desgracia –dijo Olga.

–Una desgracia mayor que el amor, quieres decir –corrigió Guillermo.

–¿Quién está hablando de amor? –preguntó Olga mirando a Guillermo por primera vez a la cara.

–Yo.

–Pero yo no estoy hablando de eso.

–Y ¿por qué quieres irte a vivir con Ígor? –preguntó Guillermo.

–Eso qué tiene que ver.

–Tiene todo que ver –dijo Guillermo impaciente–. Se supone que si estás de acuerdo en irte a vivir con Ígor es porque al fin descubriste que estás enamorada de él y que aceptas que lo quieres.

–Francamente, Guillermo –dijo Olga a punto de perder la paciencia– si no te conociera lo suficiente diría que tienes una mentalidad de telenovela.

–Déjame lavarme la cara, masticar algo y sentarme a escucharte atentamente, para ver si entiendo algo –dijo Guillermo entre humillado y divertido.

–El punto es que tenemos que irnos de aquí –dijo Olga–. Es tan simple como eso.

–No incluyas a todo el mundo en tus planes de fuga –dijo Guillermo mientras se lavaba la cara, sin ninguna entonación precisa.

–¿Tú no crees que tenemos que irnos todos? –dijo Olga.

–No veo por qué. Pero no estamos hablando de eso –dijo Guillermo masticando una galleta María– estamos hablando de que tú quieres irte a vivir con Ígor lejos de aquí. Mi pregunta es ¿cuáles son exactamente tus razones?

–Hubiera preferido que no te lavaras la cara –dijo Olga, que claramente no estaba para confesiones.

–No se necesita estar particularmente lúcido para entender lo que te está pasando. ¿Me permites que te lo explique? –sonrió Guillermo, seguro de que Olga aceptaría el juego como lo había hecho antes tantas veces.

–Dale –aceptó Olga.

–Has estado últimamente de cacería y nada valioso ha caído en tus redes... –empezó a decir Guillermo.

–¿Por qué todo tiene que reducirse a un problema de faldas y pantalones? –se quejó Olga.

–Porque te conozco y sé que ése es el resorte que te dispara las decisiones intempestivas y, de paso, la metáfora de las faldas y pantalones está bastante gastadita –dijo Guillermo tratando de suavizar el tono.

–Bueno... –dijo Olga– mala suerte en la caza, qué más.

–¿Miedo a quedarte sola...? –dijo Guillermo como preguntando.

–¿Por qué iba a tener miedo a quedarme sola? He vivido sola toda mi vida –levantó la voz Olga.

–Sabes que eso no es verdad –corrigió Guillermo.

–No necesito a nadie para tomar la decisión de irme –dijo Olga como si rectificara.

–Entonces vete y deja al pobre Ígor en paz.

Olga miró a Guillermo. Primero con furia, después con algo parecido a la impotencia, después con ternura. No podía molestarse con él. Lo quería tanto. Como siempre que llegaba a esta conclusión se preguntó por qué no le había sido dado enamorarse de ese hombre a quien tanto quería.

–Tal vez sea eso lo que haga, Guillermo –dijo Olga. Le dio un abrazo largo y sintió que se le venían encima unas enormes ganas de llorar.

13.1.09

7b

–No encontré nada –dijo Olga llegando.

Todos la miraron sorprendidos. Olga nunca había llegado con las manos vacías a la hora de montar la olla. Siempre encontraba un modo de sacar algo de los cafetines o del comedor y, cuando la cosa se ponía realmente difícil, salía por El Clínico y se iba a los abasticos de los portugueses de Santa Mónica y registraba las cajas o se traía cualquier cosa que encontrara mal puesta, como decía Ígor. Pero hoy parecía que no había tenido suerte.

–¿Nada de nada? –preguntó La Nena.

–¿Ni una empanada? –dijo Ninfa.

–¿Ni una naranjada? –dijo Glinda.

–¿Ni una pedrada? –dijo Martín.

–Nada.

–Pues Ígor no está aquí para invitarnos a comer, así que tendremos que arreglarnos, cada quien por su lado –dijo Luna.

–¿Esa es tu solución? –preguntó La Nena.

–Yo no tengo por qué solucionar nada –dijo impaciente Luna, sintiendo que todos lo miraban como esperando algo más de él–. Estamos en una situación crítica y cada quien tiene que buscar cómo resolverla.

–¿Quieres decir que de pronto hemos dejado de ser un colectivo? –dijo Guillermo.

–¿Cuándo hemos sido un colectivo? –dudó Luna.

–No me vengas con eso hermano –dijo Guillermo tan bajo que apenas se escuchó.

–¿Por qué de pronto hemos dejado de ser un colectivo? –insistió Olga–. ¿Por qué tenemos que gritar un sálvese quien pueda? El hecho de que no haya nada para montar la olla en este momento no significa que no podamos proponernos todos conseguir algo para montar la olla más tarde, ¿no?

–Si a ti te parece –dijo rendido Luna.

–No te entiendo –dijo Olga.

–Yo tampoco –dijo La Nena.

–No hay nada que entender –dijo Luna– yo simplemente pensé…

–Es mejor que no pienses –dijo Olga furiosa.

–Déjanos todo a nosotros –dijo La Nena protectora–.Voy con los niños a hablar con Hipólito, algo nos dará, siempre lo hace.

Los niños se entusiasmaron con la nueva tarea, pero el hambre ya empezaba a hacer estragos.

–Tal vez se ablande cuando vea a los niños –dijo Olga–. Pero a mí no quiso darme nada. Tengo la impresión de que todo el mundo aquí está bajo amenaza. Quien nos ayude está muerto.

–¿¡Muerto!? –gritaron los niños.

–No literalmente, por supuesto, quiero decir que pueden haber amenazado a Hipólito y a la señora Berta y a todo el mundo con botarlos a la calle si nos dan comida –aclaró Olga.

–¡Y se llevaron hasta las ollas! ¡los muy hijos de la gran puta! ¡Hasta la comida que había en la nevera se la llevaron! –venía gritando Rebeca por el pasillo.

–Es hora de comer y no tenemos olla –dijo Martín asustado con los gritos de Rebeca.

–¡He aquí tu sempiterna cantinela! –dijo Fausto– Siempre se va contigo a parar a lo incierto; eres el padre de todos los obstáculos; por cada servicio exiges una nueva recompensa…

–¡Ya llegó Fausto y no tenemos olla! –dijo Glinda.

12.1.09

7a

Si pudiera decirle que ahora las cosas han cambiado, iba pensando Olga. Si pudiera contarle que me asusta este no saber qué hacer, para dónde ir, en qué hueco meterme. Olga no esperaba mucho de Ígor, pero se había levantado ese día, lunes de mayo, decidida a decirle que sí, con la condición de que se fueran muy lejos de la universidad a cualquier otra parte donde no hubiera decanos ni autoridades ni encapuchados de izquierda o de derecha. Pero ¿dónde se metía Ígor cuando uno más lo necesitaba?, iba pensando Olga por el pasillo de Medicina. Había buscado ya en el cafetín del Hospital Universitario, en el de la piscina una hora antes, en el AVP, en Ciencias Sociales... nada. Dónde podía estar. Olga revisó su mapa mental y se paró en seco.

Seguro que está en La Parroquia, cuando no está en ninguna otra parte es porque está jugando ajedrez en la parroquia con Gerardo o con algún otro incauto. Así que se devolvió y bajó bordeando la Biblioteca hasta el pasillo que viene de Humanidades. Dudó frente al estacionamiento de la Biblioteca y al final decidió salir por las Tres Gracias. Un poco de aire de las afueras no me va a hacer daño, pensó. Cuando llegó a la salida de las Tres Gracias no pudo evitar pensar, como siempre que cruzaba ese arco, que hace más de veinte años habían matado ahí a Belinda y, como siempre, trató de imaginarse cómo era posible que un jeep rompiera a la fuerza una cadena de seguridad y que la cadena, con el impulso horrible del golpe, hubiera ido a parar justo a la frente de Belinda para matarla en seco.

Como siempre, para tranquilizarse, pensó que ese cuento estaba muy mal contado. Después de todo, ella se lo había oído contar a alguien, tal vez a la vieja tía, que estaba repitiendo lo que le había contado una vecina, que a su vez seguramente había escuchado la historia en otra parte. Demasiadas posibilidades de error, demasiadas versiones pensó como siempre Olga. Pero la imagen de la muchacha de pelo negro azotada por una cadena al vuelo la acompañó hasta llegar a La Parroquia. Ígor tampoco estaba ahí. Olga dio una vuelta, se asomó en todos los cubículos y los recovecos, se paró en la puerta del cafetín a detallar las caras de los que tomaban café o desayunaban con empanadas y jugos. Nada. A Ígor se lo había tragado la tierra.

Ya que estaba ahí decidió martillar un café. Por suerte Pedro la vio a tiempo y le hizo una seña. Olga se sentó en la mesa del rincón y al rato Pedro le trajo un conleche tibio con dos bolsitas de azúcar. Olga le sonrió sin decir palabra. No hacía falta. Y siguió pensando dónde podía haberse metido Ígor. Mientras se tomaba a sorbos el café un muchacho alto de ojos verdes, casi azules, se acercó al mostrador y pidió un té. Olga lo midió, por puro hábito. Nunca tuvo miedo de mirar fijamente a un hombre que le pareciera atractivo. No iba a empezar ahora, por más que hubiera decidido decirle que sí a Ígor. Cuando el muchacho volteó, con el té en la mano, Olga le hizo una seña indicándole que la silla de al lado estaba libre. El muchacho sonrió y se fue acercando despacio, haciendo equilibrios con el vaso de té caliente.

–Me llamo Olga ¿y tú?

–Alfredo.

–Nombre serio –sonrió Olga.

El muchacho la miró sin saber qué responder y se quemó la boca al tratar de tomar algo de té para evitar hablar. Sopló por un rato el líquido marrón, como distraído.

–Olga también es un nombre serio –dijo por fin.

–¿Tienes cigarros? –cambió de tema Olga.

–No fumo –dijo el muchacho.

–No te pregunté si fumabas –dijo Olga impaciente.

–No, no tengo cigarros –rectificó el muchacho un poco sorprendido.

–La juventud de hoy es excesivamente sana. Tanta salud debe hacer daño –dijo Olga terminando su café. Estaba por levantarse, pero decidió darle una oportunidad al joven.

–¿Tienes algún otro vicio además de no fumar? –dijo con el bolso en la mano.

–Me como las uñas –respondió el muchacho sin entender el chiste.

Fue suficiente. Ya no los hacen como antes, pensó Olga. Sonrió, se levantó sin decir nada y se fue a buscar a Ígor a donde fuera que estuviera.

7.1.09

6

–Mi hermanazo del alma –dijo Ígor desde su eterna sonrisa.

Salgar lo miró sorprendido.

–Entre los siete millones de bares que hay en Caracas tú tenías que venir a parar justo a éste, ¿no? –saludó Salgar.

–Maestro, mi querido maestro, usted sabe que nada sucede en esta vida por casualidad –dijo Ígor mientras se sentaba en la barra–. Todo nos es dado por una razón que la mayoría de las veces se nos escapa.

–Déjate de pendejadas y dime de una vez si vas a tomarte conmigo un trago o no –dijo Salgar, como si hubieran dejado de verse apenas ayer.

–¡Cómo no, cómo no! –dijo Ígor y pidió una cerveza con un gesto–. Si justamente me venía yo preguntando cómo es posible que yo no pueda encontrar hoy a un buen amigo con quien echarme unos palitos.

–Y ¿cuál es el motivo de la celebración? –preguntó Salgar.

–Digamos que una puerta que se me abre, mi querido amigo –dijo Ígor levantando el vaso, que claramente no era el primero del día.

–¿Un negocio?

–No tanto como un negocio, más bien una oportunidad –dijo misterioso Ígor.

–Pues, brindo por eso –dijo Salgar– sea lo que sea.

No eran más de las diez. Para algunos la noche apenas empezaba. Para Salgar ya era hora de irse a dormir. Pero Ígor insistió en que hacía tanto tiempo que no se veían, que ésta era una de esas coincidencias astrales que suceden una vez cada cincuenta años, que tenían que conversar. Salgar terminó aceptando. Se mudaron de la barra incómoda y ruidosa a una mesa con espejo atrás que permitía mirar a los demás como si estuvieran en una película. Salgar eligió la silla que miraba a la pared, Ígor se sentó frente al espejo. Tenía traje y corbata, el pelo muy corto y aplacado con fijador. Se miró un instante y volteó como avergonzado de su propio gesto.

–Qué me cuenta, qué me cuenta, profesor Salgar. Ya se jubiló o sigue todavía en la brega: iluminando el camino del saber a las ovejas descarriadas –dijo Ígor con entusiasmo.

–Ya me jubilé –dijo Salgar sin sonreír.

–No se me ponga serio que aquí estamos celebrando. Cuénteme qué está haciendo con todo el tiempo que le sobra.

–Escribo, quiero decir, estoy tratando de escribir –dijo Salgar con cierta modestia.

–Por supuesto, por supuesto. Un hombre con su educación y sus evidentes dotes tiene que dedicar sus años dorados, sus años de mayor sabiduría quiero decir, a la escritura, a dejar una huella por la que puedan caminar las futuras generaciones. Y, cuénteme ¿qué está escribiendo, profesor, si se puede saber? –dijo Ígor.

–Una especie de novela.

–Cómo que una especie… se es o no se es, maestro. No me venga con medias tintas.

–No la he terminado, por eso no sé exactamente qué es lo que va a salir. He escrito cinco capítulos y estoy en un punto muerto. No sé cómo resolver algunas cosas. Tal vez al final me decida a escribir un guión para una película o una obra de teatro… –dudó Salgar.

–Eso es lo de menos, maestro. El arte sólo exige el gesto de la creación, lo demás son detalles prosaicos, minucias –dijo Ígor en una voz innecesariamente alta.

Salgar estaba empezando a fastidiarse del tono que Ígor había elegido para dirigirse a él esta noche. Sabía que era solamente una de sus poses y que, si recordaba bien sus cambios de humor de hace tiempo, no tardaría en aburrirse él también. Era cuestión de darle tiempo. Se levantó con la excusa de buscar otro par de cervezas y se demoró más de lo necesario. Ígor entendió que le estaba dando una oportunidad. Había poca gente en la barra, era lunes, abril, solamente se veían por el espejo algunos parroquianos y uno que otro advenedizo de paso. Cuando Salgar regresó, Ígor se quedó callado y esperó a que el profesor comenzara a hablar.

–Estoy tratando de escribir la historia de El Barrio –dijo por fin Salgar.

–¿La historia de El Barrio? ¡No me diga más, no me diga más! Conozco bien todo el asunto. Y estoy de acuerdo con usted en que se trata de una historia digna de ser contada. Usted sabe que yo también estuve con ánimos de hacer una película sobre el colectivo, como lo llamábamos, ¿no? Pero después que pasó lo de Guillermo, todos como que nos desbandamos y no había nada que hacer ahí ya –Ígor se tomó un enorme trago de cerveza.

–Es tal vez un problema de conciencia. No puedo evitar sentirme culpable. Yo sabía tantas cosas y no hice nada. Yo había escuchado todos los rumores… –trató de explicar Salgar.

–Todos habíamos escuchado rumores. Rumores, rumores… eso es todo lo que se oye en este país y al final nunca pasa nada. Usted sabe que no había nada que hacer –insistió Ígor.

–Tuvimos miedo –dijo Salgar–. Lo que realmente pasó fue que tuvimos miedo de enfrentar a Paz Dávila y a todos los que junto con él querían imponernos la paz de los muertos.

–Tampoco así, maestro. La cosa no era para tanto. Usted sabe que a fin de cuentas todos esperábamos desde el principio, desde que Guillermo y Blanca se instalaron con los niños en el barrio, todos esperábamos que alguien viniera a sacarlos. Nadie pensó que esa ocupación soberana, como la llamó después Luna, iba a durar para siempre –dijo Ígor con un tono práctico de ejecutivo.

–No se trata de duraciones sino de intensidades –se oyó decir Salgar, casi sin reconocer su propio tono, que le pareció solemne y cansado.

–Ah no. No se me ponga metafísico, porque para eso voy a necesitar otra cerveza.

–Era un proyecto, un signo de resistencia. Eso era lo importante –trató de explicar Salgar.

–Precisamente, como signo de resistencia, como usted dice, no se puede negar que habían durado bastante, ¿no? –dijo Ígor.

–No era necesaria la violencia, ni la brutalidad. Hubiera sido suficiente otro gesto… un gesto de poder más simbólico que real –dijo Salgar, con la cabeza entre las manos, como buscando sacarse las palabras de la memoria.

–¿Y usted conoce algún gesto de poder que en este lado del mundo se manifieste de una manera que no sea brutal? –dijo Ígor sonriendo sin ganas.

–No sé. Sigo pensando que no era necesario llegar a tanto. En todo caso, yo necesito contar esa historia. No puedo seguir cargándola conmigo. Siento que se lo debo a Guillermo y a los niños –dijo Salgar.

–¿Por qué a los niños? Ellos no se deben acordar de nada a estas alturas. ¿Usted sabe que se ha calculado que para el año dos mil veinte los adolescentes van a tener un lapso de atención de menos de cinco segundos? –dijo entusiasmado Ígor, con la esperanza de poder cambiar de tema.

–No creo que lo hayan olvidado. Ellos perdieron todo, se quedaron sin nada y sin nadie, ¿cómo crees que eso puede medirse en segundos? Se trata de toda una vida, de toda su vida –dijo Salgar.

Ígor se quedó callado. Miraba por el espejo a un grupo que acababa de llegar hablando alto, pidiendo que cambiaran la música y apartaran algunas mesas para bailar. Pasó un rato de discusiones y negociaciones hasta que los recién llegados se calmaron y aceptaron música sin baile. Ígor intentó volver a beber y se dio cuenta otra vez de que su vaso ya estaba vacío, pero el de Salgar seguía a medias. Esperó otra vez a que el profesor dijera algo y finalmente se resignó a intentar de nuevo.

–¿Usted los ha vuelto a ver? –dijo tratando de no sonar impertinente.

–No. Bueno, vi a Olga, pero ella no cuenta –dijo Salgar.

Ígor se enderezó en la silla y carraspeó. Se tocó la corbata con la punta de los dedos y trató de sonar casual.

–Claro, ella no cuenta. Así que la vio… –dijo. Pero no sonó a pregunta sino a una especie de afirmación dudosa.

–En las vacaciones del año pasado –dijo Salgar.

–¿En el pueblo? –esta vez sí preguntó Ígor.

–Sí. Yo había ido a vender la casa que todavía mantenía allá. La tenía como una especie de amuleto contra el destino, tú sabes, como un plan de respaldo, por si acaso… –dijo Salgar.

–¿Y cómo la vio? –puntualizó Ígor que esta vez no quería cambiar de tema.

–¿La casa?

–No, a Olga ¿cómo fue que la encontró? ¿cómo estaba? ¿qué estaba haciendo?

–Olga estaba allá, otra vez viviendo con su tía en la vieja casa del cerro en la que vivía antes, tú sabes.

–No.

–¿Cómo que no? ¿Ella nunca te contó de su tía, de la casa en el pueblo? ¿de la biblioteca del ancianato?

Ígor no supo qué responder. Le daba vergüenza admitir que no sabía prácticamente nada del pasado de Olga, que nunca había respondido a ninguna de sus preguntas cuando intentó saber algo de ella.

–Pues esa es una historia muy vieja y un cuento muy largo para contarlo hoy –dijo Salgar, decidido ya a irse a dormir.

–No me haga eso, maestro –suplicó Ígor– cómo me va a dejar con esa intriga. Por lo menos cuénteme cómo está ella.

–Está bien. Todo lo bien que puede estar alguien que viene de regreso de todo y que a los cuarenta años siente que no tiene ya ninguna razón para vivir –dijo Salgar.

–Cuarenta años –murmuró Ígor.

De pronto se dio cuenta del tiempo que había pasado. Trató de recuperar la imagen que tenía de Olga en su memoria y le pareció tan joven, tan fuerte y tan lejos de cualquier signo de vejez que no pudo entender cuándo se volvió una mujer de cuarenta años ni cómo semejante cosa era posible. En el mismo instante se dio cuenta de que él tenía ya cuarenta y cinco y eso le resultó todavía más sorprendente.

–Uno se pone viejo, ¡qué remedio! –dijo Ígor desconsolado.

Al fondo se escuchaba un bolero de esos que sólo recuerdan los que han pasado los cincuenta. Salgar pensó que era extraño que este muchacho al que él mismo le había dado clases estuviera delante de él hablándole de ponerse viejo. Se tomó de un trago la cerveza ya caliente que quedaba en el vaso y se levantó para irse. Ígor insistió en que lo acompañara a una última cerveza. Salgar estaba cansado y a punto de sentirse realmente deprimido.

–Si te basta con que te vea tomar, me quedo –dijo al fin.

–Bueno, si no hay remedio –aceptó Ígor y se levantó lo más rápido que pudo a buscar otra cerveza.

–Al final resultó que todo ese desastre y toda esa violencia solamente sirvieron para que Paz Dávila ganara unos puntos con el Rector y para dejar entrar a la universidad la tal policía civil –siguió Salgar con su tema cuando Ígor regresó.

–Unos tipos bien malencarados, la verdad sea dicha –dijo Ígor–. Por suerte yo ya estaba a punto de graduarme cuando esos tipos empezaron a meterse en todo.

–Cuando se sintieron con derecho a evaluar los planes de estudio la cosa llegó realmente al colmo –agregó Salgar–. Todos nos quejamos, hicimos paros, amenazamos con renunciar en masa… ¿te acuerdas?

–La verdad es que ya a esas alturas, con mi título bajo el brazo, yo apenas me enteraba de lo que pasaba en la universidad. Estaba más preocupado por mantenerme en mi trabajo.

Salgar no respondió. La memoria de todo lo que había venido después se le fue amontonando de pronto en un gesto de angustia que Ígor vio venir como una ola.

–No se me abisme, maestro, no se me apelotone –trató de atajarle el ánimo Ígor.

–Cómo vamos a contarle esta historia a los que esperan de nosotros una explicación, una rendición de cuentas –dijo Salgar.

–Nadie espera ya nada de nosotros –dijo Ígor, incluyéndose en un plural que no le pertenecía.

–Tal vez si contamos todo de nuevo, tal como lo recordamos, alguien pueda algún día darle un sentido a lo que pasó –se respondió a sí mismo Salgar.

–Maestro, yo llegué hace mucho tiempo a la conclusión de que recordar nunca es una buena idea –respondió Ígor después de una pausa que parecía respetuosa–. Cuando uno recuerda cambia todo. Lo que era alegre se vuelve triste, lo que ya era triste se vuelve dramático y lo simplemente dramático se vuelve patético.

Salgar asintió con la cabeza mirando el fondo del vaso.

–Sí –dijo después de un rato– pero recordar es lo único que nos queda.

–¿Usted cree que Olga esté allá en su pueblo tratando de acordarse de cada detalle de todo lo que pasó? –preguntó Ígor, pero casi en el mismo instante en que terminó la frase notó lo inútil que era.

–No sé.

Los dos se quedaron callados. El grupo que había entrado antes pidiendo música se levantaba ya. Contaban a gritos que se iban con su baile a otra parte. Se oyó un revuelo de sillas y mesas moviéndose. Ígor los miró a través del espejo hasta que salieron. Se hizo un silencio pesado que lentamente se fue llenando con las voces más discretas de los que quedaron en el bar, cada quien retomando sus propios asuntos donde los habían dejado. Ígor buscó un modo de levantar el ánimo de la conversación ya muerta, pero no se le ocurrió nada ingenioso que decir. Después de cuatro cervezas su ánimo solía ponerse taciturno, así que esperó hasta que oyó a Salgar hablar de nuevo.

–Antes de que mataran a Guillermo yo hablé largo con Luna.

–¿Ah, sí? –murmuró Ígor, sólo para animar a Salgar a seguir.

–Le dije que debían irse, que los niños corrían peligro, que aunque no fuera por ellos sino por los niños se fueran del Barrio... Hablamos durante mucho rato. Más bien yo hablé. Sabes cómo era Luna cuando alguien trataba de convencerlo de algo con lo que él no estaba muy de acuerdo...

–¡Terco como una mula! –asintió Ígor.

–Pero justo después él y la Nena se fueron, como dos delincuentes, en el medio de la noche, sin avisarle a nadie y hasta el sol de hoy nadie ha sabido más nada de ellos... ¿tú has sabido algo? –preguntó Salgar como confirmando lo que acababa de decir.

–Rumores... –dijo Ígor como si temiera revelar un secreto.

Salgar se mostró sorprendido. Creía firmemente que Luna y La Nena habían salido del país o se habían ido a un lugar recóndito del interior, que era casi lo mismo, una forma de exilio. Esperó a ver si Ígor continuaba la frase. Pero no parecía tener intenciones de decir nada más, así que insistió.

–¿Qué rumores? yo no he oído ningún rumor sobre ellos...

–Maestro, maestro... no creo que nos haga ningún bien volver sobre esto. Un hombre como usted, con tantas cosas importantes que hacer, qué le puede interesar un rumor de nada sobre un par de infelices a los que se los tragó la tierra, como diría el maestro Gallegos.

–No me vengas con citas, dime qué fue lo que te dijeron –dijo Salgar casi alzando la voz.

–Pues, dicen que La Nena dejó a Luna y se fue a vivir a Canadá con un músico dominicano.

–Eso suena a best-seller de segunda... ¿y Luna?

–Ah, esa parte del cuento es más complicada. Creo que eso va a tener que inventarlo usted en esa novela que está escribiendo maestro... hay quien dice que Luna se fue a vivir en el Delta y que allá está todavía amancebado con una india y espantando mosquitos. Otros dicen que la tristeza y la soledad lo llevaron al Amazonas y que cruzó el río y anda de garimpeiro por allá por Manaos. Pero hay quienes juran que lo han visto todavía escondido en los techos, en los sótanos y en los pasillos de la Central por los lados de Farmacia y Odontología... ¿cuál final le apetece más para esa historia, maestro?

–Esto es serio –dijo Salgar con tono grave−. No es algo de lo que uno pueda estarse burlando gratuitamente.

–No me burlo, profesor –dijo Ígor−. Pero convengamos en que la memoria funciona muchas veces como si se tratara de una ficción y a veces me pregunto si no nos hemos imaginado todo esto.

–Puede ser –dijo Salgar levantándose para irse−. Pero no. No lo hemos imaginado. Porque Guillermo está muerto.

6.1.09

5d

Hoy nos toca una historia con enmascarados, dijo Martín. ¿Por qué con enmascarados?, quiso saber Guillermo. No se vale hacer preguntas, cortó Glinda. ¿Por qué no?, insistió Luna. Esas son las reglas y no vamos a discutirlas a estas alturas, dijo La Nena. Bueno, cuento con enmascarados será, dijo Olga. ¿Puedo jugar también? llegó Ígor. ¡No se vale hacer preguntas! dijeron todos. Era una vez un capitán... empezó Luna. Así no, así no se vale, dijo Ninfa. Una vez el Captain Peace llegó a una alegre isla en la que estaban celebrando el carnaval, dijo por fin Olga, que ya estaba perdiendo la paciencia. Así, sí, dijo Martín. Todos estaban alegres probándose sus trajes y ensayando los pasos de baile que iban a usar mientras danzaban en la calle, dijo Ígor recordando las escuelas de samba. Había pastorcitos y pastorcitas, dijo Ninfa. Policías y ladrones, dijo Martín. Reyes y reinas, dijo Glinda. Enanos y gigantes, dijo La Nena que amaba los contrastes. Mendigos, rotos, pordioseros, leprosos, enumeró lentamente Luna. Deudores del banco mundial, no pudo evitar decir Ígor. ¿Qué? dijo Martín. ¡No se vale hacer preguntas! dijeron todos. Bueno, bueno... había también hadas y magos, dijo resignado Martín. Y, por supuesto, dijo Olga, todos estaban enmascarados.

Los enmascarados fueron llegando a la calle en la que iba a celebrarse el gran baile de carnaval, dijo Guillermo. Todos venían contentos, dijo Glinda. Con sus trajes y sus máscaras y su grupo de música, dijo La Nena. Con estandartes y tambores y pitos y flautas, dijo Martín. Todos querían ser vistos y oídos, dijo Olga. Todos querían ser amados, dijo Ígor mirando a Olga. Lo que querían era divertirse, dijo Ninfa. Pero nadie sabía que detrás de toda esa alegría se escondía la tristeza, dijo Luna, sombrío. Pero faltaba mucho rato para que llegara la tristeza, se apuró a decir Martín. Mucho, mucho rato, insistió Ninfa abriendo de par en par los ojos como en advertencia. Por ahora lo importante era dejarse llevar por la música, dijo La Nena. Olvidarse del sonido del amenazante silencio, dijo Guillermo. ¡Y bailar! ¡y danzar! ¡y ser felices!, cantó Glinda levantándose y acompañando el canto con un baile. No pensar en que hay un mañana, dijo Ígor. En que detrás de las máscaras de ovejas puede haber lobos, dijo Olga. Que en cualquier callejón oscuro amenaza la muerte, dijo Luna. ¡Así no se puede! se quejó Martín. Se supone que éste es un cuento de fiesta, dijo Glinda. No, dijo Luna, éste es un cuento de enmascarados. Pero es un cuento de carnaval, protestó Ninfa. Y los enmascarados son traicioneros, dijo La Nena sin hacerle caso. Pueden esperarte en la oscuridad y herirte a quemarropa por la espalda, dijo Guillermo. Pueden saquearte tu casa y llevarse todas tus cosas, dijo Olga. Pueden separarte de lo que más quieres en el mundo, dijo Ígor. Este juego está herido de muerte, sentenció Luna y se levantó para irse.

5c

—Ahora sí que la cosa se puso color de hormiga —dijo Olga.

—¿Qué pasó? —dijo La Nena.

—Que esta tarde —dijo Olga— el señor Decano dio una rueda de prensa para informar a los medios sobre —dibujó comillas en el aire— “los elementos antisociales” que con su presencia contaminan esta ilustre casa de estudios.

—¿Qué? —preguntó Luna que había escuchado perfectamente.

—No solamente eso —continuó Olga—. El señor Decano mostró un cartapacio con nuestros expedientes: de la enorme carpeta en forma de acordeón fue sacando uno por uno papeles con nuestros nombres —iba haciendo los gestos exagerándolos, como un mimo— y leyendo en voz alta los datos de todos.

Los niños acompañaban la pantomima de Olga como si fueran su sombra. Olga siguió contando, como si leyera en un papel invisible en el aire y con un tono de voz que pretendía imitar a Paz Dávila:

—Ciudadano Guillermo Meza, 21 años, ex-estudiante de Matemáticas en la Facultad de Ciencias Puras de esta universidad. Expulsado por no cumplir con los requisitos mínimos de permanencia en dicha Facultad. Ocupación actual: desconocida. Domicilio permanente: desconocido.

—Y ¿qué dijo de mí? —preguntó La Nena, casi entusiasmada por el juego de los niños alrededor de Olga.

—No me acuerdo de todo —dijo Olga cambiando bruscamente de tono—. ¿Tú te llamas Elizabeth?

—Elisa... —dijo La Nena.

—Bueno pues él dijo Elizabeth, me acuerdo clarito —dijo Olga y volvió a adoptar la pose de Paz Dávila, seguida por los niños— Elizabeth Farías. Ex-estudiante de filosofía de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Abandonó sus estudios en el tercer año de carrera sin explicación. Ocupación actual: desconocida. Domicilio permanente: desconocido.

—¿Cómo que domicilio desconocido? ¿Acaso no vivo aquí con Luna y con todos ustedes? —dijo La Nena.

—Hasta mostró tus notas —dijo Olga— y admitió que habían sido buenas.

La Nena sonrió orgullosa, como si recordara. Los niños se sentaron al lado de ella a escuchar el resto de los expedientes, cansados ya del juego monótono de la lectura fingida.

—¿Y qué dijo de Luna? —preguntó Ninfa. Luna había encendido un cigarrillo y parecía no escuchar.

—Dijo que había sido profesor en la Escuela de Sociología. Que era casado y tenía tres hijos. Leyó la dirección de una casa en El Marqués en la que vivía tu familia —dijo finalmente Olga mirando a Luna, casi con vergüenza.

Luna se levantó en silencio y se fue por el pasillo. La Nena lo miró irse hasta que ya no pudo distinguirlo entre la gente. Después empezó a llorar sin hacer ningún ruido, ningún gesto. Las lágrimas simplemente caían desde sus ojos fijos.

—¿Y qué dijo de ti? —quisieron saber los niños.

—Tonterías —dijo Olga.

—Cuenta, cuenta, cuenta... —dijeron los niños a los gritos.

—Nada importante... ¿qué puede saber ese idiota de mí? —cerró el interrogatorio Olga.

Se levantó, entró en su cubículo a buscar el bolso y después de pintarse la boca con un rojo encendido dijo adiós con la mano y se fue por el pasillo rumbo a Arquitectura. Los niños se quedaron con La Nena, mirándola sin saber qué hacer. Ya no lloraba. Cuando finalmente se limpió la cara con las manos y se puso el chal para agarrar camino, Ninfa le dijo acuérdate que hoy tenemos cuento con todos.

—Nos vemos a las diez —dijo La Nena.

—En punto —dijeron los niños, y salieron corriendo porque se les hacía tarde.

1.1.09

5b

Pero se ve muy bien que la Historia no debe entenderse aquí como la compilación de las sucesiones de hecho, tal cual han podido ser constituidas… —dijo La Nena, citando como siempre que se quedaba sin palabras. Leía las frases de una hoja suelta de las muchas que había encontrado desperdigadas después del asalto.

—¿Qué hacer que no sea acción pura?

—Las preguntas inútiles no ayudan —dijo Olga.

—No amparan —dijo Glinda.

—No impulsan —dijo Martín.

—No estrujan —dijo Ninfa.

—Estudiar un modo coherente de respuesta es, a estas alturas, inútil —dijo Guillermo, ya dispuesto a rendirse.

— …es el modo fundamental de ser de las empiricidades, aquello a partir de lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repartidas en el espacio del saber para conocimientos eventuales y ciencias posibles… —citó La Nena.

—Lo único que resta es pensar para dónde vamos a irnos y recoger nuestros peroles —dijo Olga dispuesta a una acción inmediata.

—Supongo que podemos quedarnos mientras se aclaran las dudas —dijo Luna.

—Mientras se asientan las aguas —dijo Ninfa.

—...se amansan las almas… —dijo Glinda.

—... se… —Martín estaba distraído y no pudo continuar porque ya Ígor estaba dando su receta de acción.

—Hacer una denuncia —decía Ígor— esa es la clave. Denunciar, pedir una investigación, patalear y chillar, apelar a los derechos humanos elementales. No queda otra. Esas son las únicas armas de los despojados de la tierra: chilla luego existes.

Así como el Orden en el pensamiento clásico no era la armonía visible de las cosas, su ajuste, su regularidad o su simetría comprobada… —dijo La Nena.

—¿Delante de quién nos vamos a quejar? ¿Qué autoridad va a escucharnos? —preguntó desolado Guillermo.

—Nosotros somos para ellos solamente unos vagos que vivimos a expensas de esta institución —dijo Olga, apoyando a Guillermo.

— …sino el espacio propio de su ser y aquello que, antes de todo conocimiento efectivo, las establecía en el saber… —dijo La Nena.

—Pero somos seres humanos y no se nos puede atropellar como animales —levantó la voz Luna.

—Mi querido maestro y hermano —dijo Ígor solemne— ese es un argumento irrefutable.

— …así la Historia, a partir del siglo XIX, define el lugar de nacimiento de lo empírico, aquello en lo cual, más allá de cualquier cronología establecida, toma el ser que le es propio... —dijo La Nena.

—Ironías aparte —dijo Luna— me gustaría saber qué va a hacer Paz Dávila si lo denunciamos ante un tribunal.

—Probar su indiscutible inocencia —dijo Olga—. No tenemos una sola prueba que conecte este asalto con el señor Decano.

—Sus discursos, sus amenazas, tenemos testigos ... —dijo Guillermo.

—No sería suficiente —dijo Olga—. De la amenaza al hecho hay mucho trecho.

—Mucho cohecho —dijo Glinda.

—Mucho bicho —dijo triunfal Martín.

—Mucho... muy estrecho —cerró avergonzada Ninfa.

—Alguien tiene que saber la verdad —dijo Guillermo—. Lo que tenemos que hacer es poner la denuncia y hacer que el caso se investigue a fondo.

—La verdad —dijo Luna después de una pausa en la que todos habían quedado como suspendidos— no es fácil de forjar. Puede uno pasarse la vida entera remendando pedazos deshilachados y no llegar jamás a componer una figura convincente.

—Tiene usted toda la razón, mi admirado maestro —dijo Ígor.

No será, pues, metafísica sino en la medida en que será Memoria y, necesariamente, volverá a llevar el pensamiento a la cuestión de saber qué significa para el pensamiento el tener ya historia —dijo La Nena.

—Entonces ¿lo único que nos queda es seguir soportando este acoso absurdo? —preguntó Olga casi furiosa.

—¿...este abuso burdo...? —dijo Ninfa.

—¿...este pozo inmundo...? —dijo Glinda.

—¿...este abismo curdo...? —dijo Martín.

—Ni siquiera podemos montar la olla —aterrizó de pronto Guillermo mirando a su alrededor.

—¡Arriba ese ánimo, compañero! Hoy nos vamos todos al comedor a darnos banquete... ¡yo invito! —dijo Ígor.

—¡Todo por el suelo! ¡Todo destrozado! —venía diciendo Rebeca por el pasillo— Rompieron las páginas de los libros una por una... ¡los muy hijos de la gran puta que los parió! Como si no fuera suficiente que destrozaran los discos y los afiches de las paredes y todo lo que encontraron... ¡los grandísimos maricones y mamagüevos de la Digepol!

Rebeca se detuvo un momento frente al espectáculo de El Barrio saqueado y destrozado. Por un instante pareció que reconocía lo que pasaba en el mundo exterior. Se agarró con las dos manos la cabeza, más bien el pelo enmarañado, y se fue por el pasillo hacia Tierra de Nadie casi corriendo. Todos la vieron irse como si estuvieran frente a un presagio. Se levantaron y se fueron por el pasillo en dirección opuesta.

—Me siento presa de un horror que no había experimentado por largos años; ¡todos los dolores de la humanidad los siento en mí! —dijo Fausto.

5a

Botellas rotas. Trapos desperdigados. Ladrillos triturados. Olla perdida. Leña confiscada, libros destrozados, zapatos desbaratados, camisas manchadas, matas destruidas, cajas abiertas, secretos revelados, diarios husmeados, cartas descifradas... Es lunes, Marzo. No hay nadie en El Barrio para ver el desastre de cosas rotas, el reguero de restos y pedazos. Todos pasaron la noche afuera porque había fiesta en Tierra de Nadie: Carnaval con disfraces y carrozas, baile, bebida gratis, mucha gente nueva con la cual mezclarse, aparearse, pasarla bien sin contemplaciones. Los niños tampoco se perdieron la fiesta. Pero fueron los primeros en llegar.

—¡Las cajas! —gritó Glinda.

—¡Los lápices! —gritó Martín.

—¡Las cartulinas de colores! —lloró Ninfa.

Corrían de un lado a otro y nombraban cada cosa que encontraban rota en un ir y venir desesperado que no parecían poder interrumpir. Guillermo los escuchó de lejos. Corrió.

—¡El Barrio! —dijo.

Luna y La Nena tardaron en llegar. Habían decidido que en una mañana tan hermosa no podían encerrarse ni recogerse, que era necesario caminar por los alrededores y disfrutar del ambiente de carnaval que todavía flotaba en el aire. Cuando finalmente aparecieron Guillermo y los niños estaban ya sentados sobre algunos ladrillos que habían recogido y le contaban a Ígor y a Olga lo que habían encontrado al regresar.

—No queda nada entero—estaba diciendo Glinda.

—Recogimos lo que pudimos —dijo Martín.

—¿Qué pasó? ¿qué pasó? —dijo La Nena mientras corría a revisar su cubículo—. ¡Mis cuadernos!

Luna se quedó en el medio del pasillo literalmente con la boca abierta. Cuando vio salir a La Nena llorando, con la caja vacía en la mano, reaccionó. Se sentó en el suelo como quien se cae y preguntó qué había pasado.

—Un asalto —dijo Ígor—. Esto ha sido claramente un asalto, maestro. Las fuerzas del orden se han ensañado contra el colectivo pacífico que usted encabeza y ahora sí es verdad que no hay para dónde coger.

Olga lo miró furiosa. No era momento de juegos ni de ironías. Esta vez la cosa había ido bastante lejos.

—Aprovecharon que estábamos en la fiesta y se metieron a saquear. Está claro que además de asustarnos, estaban buscando información. Se llevaron todos los papeles y los documentos que encontraron —dijo Olga.

—¡Mis cuadernos! —volvió a decir La Nena.