28.11.08

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Sé que hay cuerdas tendidas, sábanas y paños bajo el sol. Pantaletas. Una olla sobre la leña produce humo y olores a las once y media. Se come a la una: desayuno y almuerzo. La cena es ron o cerveza. Sé que llaman a ese tenderete El Barrio Chino y que duermen en esos tres locales que están adheridos como inocentes parásitos a la pared norte del edificio de Ingeniería, al sur del pasillo techado (suponiendo que el norte sea la izquierda y que el sur sea la derecha, si uno va en sentido Humanidades-Arquitectura). Limitan por el este con una escalera que no sube a ningún lado y más allá con el pasillo que va a Arquitectura. Por el oeste, además de la entrada a Ingeniería y el cafetincito donde hacen los mejores jugos de frutas, con una caseta de teléfonos públicos, la entrada lateral de la Facultad de Humanidades, la biblioteca de Ingeniería, grama, Tierra de Nadie... es mucho limitar. No se puede empezar poniendo coordenadas, como las maestras de geografía que llegan empolvadas y enfundadas en medias color carne a fijar con voz chillona que Venezuela limita por el norte con el Mar Caribe y uno ve ese azul lleno de islas y es como si oyera una música, como si viera miles de colores y cuando la maestra empolvada va por el oeste con la hermana República de Colombia nosotros todavía estamos en las palmeras bañadas de sol... no se puede empezar con los límites.

Sé que hay dos parejas y un cuarteto. Es decir, Luna y La Nena duermen juntos. Olga (¿voy a llamarla Olga, sin más ni más?) está decidiendo si duerme con Ígor todas las noches o no. Los tres niños, Ninfa, Martín y Glinda, viven con Guillermo, como hermanos, porque Blanca se fue. Pero tampoco hay que empezar contando quiénes y cuántos son como los profesores de matemáticas, de barbas y lentes gruesos, que armados siempre con una tiza nos asombran con su extraordinaria capacidad de construir mundos con números...

—¡Olga! Ven a cenar.

—¡Ya voy!

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