7.2.09

10c

Te tengo que contar esto. No sé cómo contártelo pero éste es el final de la historia y esta historia no se puede quedar sin final. Ninguna historia se debe quedar sin final. Ya sé. Ya sé. Todo final es una convención. Un punto que se pone en el último extremo de una línea. Un tono de cierre. Un ‘y vivieron felices para siempre’. Ya sé, los cuentos de hadas, las historias de piratas y cofres del tesoro, todas tienen un final porque el propósito mismo de la historia es llegar al final para decirnos algo. Para enseñarnos algo que se supone que debemos aprender. Pero ¿qué es lo que esta historia quiere realmente decir? ¿para qué contar el final de esta historia? Te tengo que contar el final para poderme ir sin este peso. Para poder pasar la última página, cerrar el libro y empezar a hacer otra cosa, cualquier otra cosa menos quedarme colgada en esta historia que no termina de terminar.

Tengo que contarte el final para poder escapar a otro lado. Tengo que decirte que Guillermo murió y que fue ahí donde todo se terminó para siempre. Guillermo murió con tres balas en su cuerpo perfecto. Una bala le entró en un hombro. La otra le rozó la sien. La última, la que lo mató, le entró por un ojo y se quedó alojada, por pura terquedad, dentro de su hermosa cabeza cubierta de rizos negros. Así murió Guillermo y eso es lo que tengo que contarte. ¿De dónde salieron las balas? ¿quién lo mató? Esas son preguntas para una novela policial. No son preguntas que yo te pueda responder.

Yo sólo cumplí con ir a la morgue a reconocer el cadáver. Me dijeron que debía ir lo más rápido posible porque, después de la autopsia, sólo guardaban los cuerpos por veinticuatro horas y, si nadie los reclamaba, los mandaban a enterrar en una fosa común, dentro de una bolsa de plástico negra, como si fueran un montón de basura. Me vinieron a buscar a mí porque Guillermo tenía en su cartera una foto mía, con todos mis datos y alguien que atendió el teléfono en mi casa les dijo dónde encontrarme. Sí, en mi casa. Tengo una casa donde vivo cuando no estoy aquí, pero esa es otra historia que no te puedo contar ahora, porque ahora lo que tengo que contarte es el final de esta historia.

Cuando llegué a la morgue me hicieron esperar más de una hora. El apuro no parecía contar ya. Me llevaron por pasillos, escaleras, puertas, más pasillos hasta llegar a una sala llena de mesas. En las mesas había cuerpos tapados. Como en las películas, los pies era todo lo que se veía de cada cuerpo tieso. En cada pie izquierdo había una etiqueta de plástico verde. La mujer que me dirigía se detuvo frente a un cuerpo, leyó la identificación para estar segura y me miró con la mano puesta sobre la sábana, a la altura de la cabeza. Me sentía como en una película. Pero a diferencia de las películas, aquí se podía sentir el olor y no había un solo ruido. Nada de música incidental para enfatizar la gravedad del momento. El olor era una mezcla de cloro con amoníaco o tal vez de lejía con jabón. O tal vez de sangre tapada con alcohol o de orines lavados con creolina. Era un olor al mismo tiempo difícil de definir e imposible de olvidar. Un olor a muerte disimulada. A pánico.

Me pareció que pasaba un siglo. La mujer esperaba tranquila. La miré. Le dije que sí con un gesto dudoso de la cabeza porque el dolor que tenía acumulado en la boca del estómago hacía imposible que pronunciara un solo sonido. Ella levantó la sábana verde y en ese instante mis piernas dejaron de funcionar y se volvieron agua. Ahí estaba él. Lo había visto claramente antes de desplomarme en el suelo helado. Lo vi por un segundo y sin embargo sé que es una visión que voy a tener presente, con total nitidez, en el fondo de mi memoria hasta el instante mismo en que deje de ser.

Era él. Su pelo ensortijado todavía estaba ahí. Sus cejas gruesas y bien delineadas. Su lunar al lado de la boca. Y, aún así, no era nada más que un montón inanimado de carne, de huesos y piel ensangrentada. Alcancé a ver las dos heridas que tenía en la cara. Las habían limpiado y lucían como inocentes roturas sin consecuencias. El raspón en la sien parecía un golpe recibido al azar en una pelea entre amigos. La herida del ojo era una moneda oscura que parecía haberse hundido en su piel por equivocación.

Cuando me recuperé ya no estaba en la sala de los cadáveres. La mujer me había llevado casi cargada a un pasillo y me había dado un caramelo de menta. Me dijo que el azúcar ayudaba. Lo primero que hice después de confirmar que se trataba, en efecto, de Guillermo, fue preguntar qué había pasado. Pero nadie parecía saber. En la morgue sólo sabían que el cadáver había sido levantado temprano en la mañana, en la ciudad universitaria, cerca del estacionamiento de autobuses. Nada más.

Todo lo demás lo supe después, cuando regresé y pedí explicaciones. Dijeron que habían oído gritos y disparos en la madrugada. Dijeron que Guillermo estaba ayudando a uno de los choferes a arreglar el arranque de un autobús. Que los dos estaban de cabeza metidos en el motor del viejo perol y que un grupo de encapuchados había llegado preguntando por un tal Juan Antonio. El chofer les dijo que estaban equivocados, que ninguno de ellos era Juan Antonio. Cuando iba a indicarles los nombres de él y de Guillermo los tipos abrieron fuego. Al chofer sólo le dispararon una vez en una pierna. A Guillermo le apuntaron directo a la cabeza. El chofer parece que tenía alguna deuda pendiente, porque desapareció sin dejar rastro. Por eso encontraron a Guillermo tirado en la calle. Eso es todo. Nadie sabe nada más. Nadie está interesado en encontrar una respuesta ni en buscar ninguna verdad. Nadie está haciendo más preguntas.

Lo peor no es la muerte. Lo peor es que la vida se pueda perder de pronto de una manera tan absurda. Que todo sea tan descaradamente inútil. Que después de tanto predicar esta especie de resistencia pacífica que nos ha mantenido por más de un año en estos cuartuchos inmundos, terminemos en desbandada y con una baja de gratis. ¿A quién le duele la muerte de Guillermo? A los niños, claro. Por suerte Blanca vino a buscarlos. Llegó de la nada, salida de no sé qué paraíso o infierno. ¿A quién más le duele? Sólo a mí. Sólo a mí. Éste es mi dolor. Un dolor que no sé con qué parte de mi cuerpo sentir, de qué modo mantenerlo para que me sostenga.
Y éste es el final de la historia. Un final en el que muere el bueno y nadie sabe quién lo mata. Un final en el que la chica se queda sola con su dolor y su duelo. Un final que hubieras preferido no saber, ¿verdad?