3.2.09

10a

Silencio. No se escuchaba nada más que un pesado, pastoso, reconcentrado silencio. Los niños se habían ido. La Nena y Luna se habían ido. Sólo quedaba Olga sentada frente a las tres puertas de El Barrio, bajo el pasillo techado que comunicaba Arquitectura con Ingeniería. Fumaba. Desde el piso en el que estaba sentada todo le parecía inmenso, interminable, inabarcable, inútil. En su mente sólo quedaba una imagen: la hermosa cabeza de Guillermo destrozada y sangrante. Aquellos ojos que habían tenido tanta vida, ya no miraban. En medio del infinito silencio Olga sólo podía ver aquellos ojos ciegos, apagados, ausentes.

La llamaron para que reconociera el cadáver y ella fue sin quejarse, segura de que se trataba de una equivocación. El día anterior, lunes de agosto, había conversado largo con Guillermo. En cierto modo se habían despedido. Olga le contó sus planes. Él le dijo lo que pensaba hacer. Entre largas pausas definieron el destino por venir y se resignaron a no verse tal vez por un muy largo tiempo. No se despidieron. Nunca se despedían. Pero Olga le dio un apretado abrazo y sintió que Guillermo temblaba al desprenderse de ella, como si un hondo presentimiento le atravesara el alma.

⎯No es para tanto –dijo Olga− En menos de lo que piensas voy a aparecer de nuevo a molestarte.

Guillermo no respondió. Sólo hizo un gesto de negación con la cabeza y dio media vuelta. Olga lo miró irse. Ahora, que sólo podía recordar su cabeza destrozada comenzaba a entender, por entre la bruma del dolor, que aquel había sido tal vez el hombre más importante de su entera existencia.

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