⎯¿Estás bien? –dijo Salgar, acercándose con mucha cautela.
⎯No –dijo Olga.
Salgar acercó un ladrillo y se sentó al lado de Olga. Esperó un rato a que Olga terminara de fumar y apagara el Belmont en el piso. Esperó a que sacara un nuevo cigarro y tratara de encenderlo con un yesquero sin gas. La escuchó mentar madres y dejó que se calmara. Le ofreció una caja de fósforos y esperó a que finalmente soltara la primera larga bocanada.
⎯Lo mataron −dijo finalmente Olga.
⎯¿Quién? ¿quién lo mató? −preguntó Salgar.
⎯No sé. Nadie sabe. O nadie quiere saber lo que pasó −dijo Olga mirando fijo hacia la puerta donde había vivido Guillermo con los niños.
⎯¿Cuándo te enteraste?
⎯Esta mañana.
⎯¿Quién te avisó?
⎯Alguien de la oficina del rectorado. No lo conozco.
Olga terminó de fumarse un segundo cigarro y se calló por un largo rato. Las lágrimas le corrían hasta el cuello sin pausa, pero no hacía ningún ruido. Como si llorar no implicara ya ningún esfuerzo.
⎯Tenía toda la cabeza cubierta de sangre. Pero la cara estaba intacta. Su misma cara de ángel grande, de querubín demasiado peludo.
⎯No te atormentes –dijo Salgar.
⎯Lo peor no es la muerte. Lo peor es la impotencia.
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