1.12.08

1c

–Hola –dijo Olga.

–Tú sabías que yo venía esta noche, así que no me mires como si no lo supieras –respondió Ígor casi con fastidio.

–Tu puntualidad es proverbial, ya se sabe –dijo Olga y prendió un Belmont.

–¿No podemos conversar un rato sin tanto mal humor? –preguntó Ígor mientras se sentaba en el suelo frente a Olga.

–El mal humor es una razón de ser, una coraza que nos defiende de la vida y nos impide ser conformistas...

–un escudo,

–una lanza,

–una trompeta...

–Te pasaste –cerró Olga.

–¿Quedan cervezas de las del mediodía? –preguntó Ígor ya un poco impaciente.

–Creo que sí. Busca en la cava y ciérrala bien, porque después dicen que fui yo la que la dejé abierta.

–¿No hay más nadie aquí? –quiso saber Ígor.

–Guillermo se fue a su ronda nocturna por Sabana Grande. Luna y La Nena deben andar por ahí encaramados en el techo del pasillo, les gusta dormir a la intemperie cuando hay luna llena y hace fresco. Los niños no han regresado de su eterna excursión por los recovecos de Tierra de Nadie...

–¿Qué hacen jurungando todos los jardines?, siempre los veo entre las matas y las alcantarillas...

–No sé –dijo Olga– deben buscar algo para coleccionar. Siempre están coleccionando algo, hojas, insectos, pedacitos de hilos, papeles arrugados. Es una manía que debe haberles quedado de Blanca.

–Blanca... nunca la conocí –se dio cuenta Ígor, de pronto.

–No te perdiste gran cosa –respondió Olga.

–¿Cómo era?

–Flaca.

–¿Nada más?

–La gente muy flaca no necesita de más descripciones. Puedes imaginarte todo lo demás. Una mirada siempre tensa, un gesto siempre crispado. Ojeras. Dedos huesudos que sostienen un cigarrillo o un café. Dolores permanentes de estómago... un tipo destructivo de mal humor.

–Ése que no es trompeta –completó Ígor.

–Ése.

–¿Por qué se fue?

–Iba detrás de uno de esos sueños: quería ser libre. Todos los días se levantaba, miraba a los niños, despertaba a Guillermo y le decía que quería ser libre, como una especie de oración matutina. Como si se persignara y dedicara la jornada a un Dios. Su dios era esa idea vaga: SER LIBRE.

–¿Y qué está haciendo ahorita?

–Eso es lo más triste. Trabaja en una compañía constructora. Decidió enarbolar su condición de Ingeniera de la República con título expedido en esta respetable casa de estudios.

–Entonces hace casas, edificios...

–Puentes, carreteras, desfalcos a través de contratos fraudulentos con el consentimiento del Estado... sí, esas cosas.

–¿Y no la han vuelto a ver? ¿cómo sabes que anda de ingeniera?

–Aquí todo se sabe. Siempre llega alguien de afuera que trae una noticia. El mundo termina llegando siempre hasta aquí. El único que no sabe ni quiere saber dónde está Blanca es el pobre Guillermo que finge que la busca todas las noches por Sabana Grande...

Olga interrumpió la conversación bruscamente y preguntó:

–¿Te vas a quedar mucho rato?

–No sé –dudó Ígor, esperando una señal– creo que no depende de mí.

–Pues si es de mí que depende, ya te puedes ir.

Ígor la miró largo. Suspiró como si se resignara. Se levantó y se fue.

Olga esperó a que se perdiera por el pasillo. Entró en el cuartico apurada, se cruzó el bolso y se puso las sandalias. Salió afuera con una pintura de labios en la mano y en el espejo que colgaba de la puerta se dibujó una y otra vez la boca roja. Había un concierto esa noche en el Aula Magna, un homenaje a alguien que no recordaba quién era. Habría gente, ruido, niños... un buen coto de caza.

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