25.12.08

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–¿Dónde están los demás? –dijo Luna.

–Por ahí —dijo Glinda.

–Y ¿qué estás haciendo tú aquí sola? –dijo Luna distraído.

–Vine a conversar contigo –dijo Glinda.

–¿De qué?

–No sé, de cualquier cosa –dijo Glinda, tratando de sonar casual.

–Pues tú dirás –dijo Luna, bajando el libro y mirando a Glinda con curiosidad, como si la mirara por primera vez.

–Sabes que hoy finalmente hicimos la ceremonia –dijo Glinda.

–Y ¿cómo salió todo? –quiso saber Luna.

–Pues, más bien raro –dijo Glinda–. Es como si ya no quisiéramos seguir jugando… como si… como si estuviéramos creciendo ¡es horrible! –y se largó a llorar como una niña.

***

–¿Dónde están los demás? –dijo Olga.

–Por ahí –dijo Martín.

–Y ¿qué estás haciendo tú aquí solo? –dijo Olga extrañada.

–Vine a conversar contigo –dijo Martín.

–¿De qué? –preguntó Olga y dejó de mirar las fotos.

–Sabes que hoy por fin hicimos La Ceremonia –se atrevió a decir Martín después de un rato de duda.

–Y entonces –dijo Olga– ¿cómo quedó todo?

–No sé. Más bien raro. Resulta que después de todo el Capitán no encontró el tesoro.

–¿Y por qué no lo encontró?

–Porque Glinda dijo que no estaba ahí –dijo Martín casi llorando.

–No seas tonto, ya encontrarán una historia nueva –dijo Olga– no sé cómo no se han aburrido ya del tal Capitán Paz, ¿no te parece que ya llevan como mucho rato con él? Lo que tienen que hacer es cambiar de historia y santo remedio.

Olga se levantó, sacudió el pelo de Martín y entró en el cubículo a arreglarse.

–Me tengo que ir –dijo.

Martín se quedó donde estaba, sentado sobre una pila de ladrillos. Pensando. Ahí estaba todavía cuando llegó Ígor y preguntó por Olga.

–Ella se fue hace rato –dijo Martín.

–Y tú qué haces ahí solo, ¿dónde están los demás? –preguntó Ígor sin sentarse.

–Por ahí –dijo Martín.

–Bueno, me tengo que ir –dijo Ígor–. No pienses tanto que eso hace daño.

Martín quiso reírse, pero no le salió.

***

–¿Llaman? ¡Entrad! ¿Quién vendrá otra vez a importunarme? –dijo Fausto.

–Soy yo –dijo Ninfa.

–Entra –dijo Fausto.

–Debes decirlo tres veces –dijo Ninfa.

–¡Entra, entra pues! –dijo Fausto.

–Así me gusta –dijo Ninfa–. Espero que hoy podamos entendernos. He venido a pedirte que me ayudes a explicarle a los otros por qué nada está saliendo como estaba previsto.

–«¡Renuncia! ¡Es preciso que renuncies!» –dijo Fausto.

–He aquí la cantinela eterna que zumba en todos los oídos –recitó Ninfa.

–Cada mañana me levanto con espanto y de buena gana derramaría amargas lágrimas al ver que el nuevo día no ha de colmar ni uno de mis ardientes deseos, sino que, al contrario, ha de desvanecer en su curso hasta los presentimientos de toda alegría, con las mil bufonadas de la vida, haciendo abortar las creaciones de mi corazón conmovido –dijo Fausto.

–Y sin embargo, nunca es la muerte un huésped bien recibido –dijo Ninfa.

–¡Ah! ¡Dichoso aquel a quien ella corona de sangrientos laureles en el fragor del combate…! –dijo Fausto.

–Necesito hablar contigo –se impacientó Ninfa.

–¡Maldito el jugo embalsamado de la uva! ¡Malditos los favores supremos del amor! ¡Maldita la esperanza! ¡Maldita la fé! ¡Y maldita sobre todas las cosas la paciencia! –dijo Fausto.

–¡Ya, ya! ¡Ya has destruido el hermoso mundo con tu poderosa mano! –dijo Ninfa. Y se fue.

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