1.12.08

2a

Ya no es como antes, definitivamente ya no, iba pensando La Nena que anotaría en su cuaderno. Antes un escritor decía, señores: les presento a Rodríguez, es un hombre que cuando joven vivió con una tía porque su madre murió de tisis y su padre de algo que suena así como apoplejía y por tanto el joven Alfredo –que así es el nombre de pila de nuestro héroe– tuvo que acostumbrarse a andar por la vida sin el cariño materno y sin la sombra protectora de un padre. Y por ahí se largaba a contar que el tal Rodríguez había estudiado aquí o allá, que después había sido empleado de tal o cual institución o empresa, que se enamoró o que fue un solitario... y así toda la historia del tipo en un párrafo laaargo hasta llegar al momento conflictivo de ese presente en el que el narrador lo iba a parar –sin duda– frente a una encrucijada.

Piensa La Nena anotar en su cuaderno, mientras le cambia una empanada por una caja de pastillas rosadas a la señora chilena que se instala en el pasillo de Farmacia con su cesta marrón y su mantel a cuadros, que si las cosas siguieran siendo así todo sería más fácil, porque nada más simple que imaginarse una vida que quepa en un párrafo. Pero ahora los autores no se imaginan esas vidas de principio a fin sino que empiezan a echar el cuento desde el día en que comienza el problema, el acontecimiento, el lío o la búsqueda, o lo que sea que se vaya a contar. Y cuando la complicación se acaba, se termina lo que le pasa al personaje y punto. Nada de epílogos del tipo: diez años después Rodríguez vivía feliz al lado de sus perros de caza, puliendo con calma su escopeta a la sombra de un alero... nada de años después.

Y La Nena había empezado a pensar en esto porque se dio cuenta, el día que almorzaron con Ígor después del discurso de Paz Dávila cuando todavía no era Decano, que nadie ahí sabía muy bien la historia de los demás. Que cada uno había ido llegando sin explicaciones ni inventarios previos. Y que por eso El Barrio se parecía tanto a uno de esos libros de ahora en que las cosas empiezan a pasar de pronto sin que los antecedentes cuenten demasiado. Suceden, dejan de suceder un día, una página última y ya. Eso iba a ser El Barrio. Historia contada en diez capítulos.

La Nena quiso recordar todo lo que se le iba ocurriendo pero el asunto ya estaba demasiado largo. Entró en la Biblioteca Central a pedirle a Luis papel y lápiz. Se sentó en la sala de Ciencias Sociales, bien cerca del balcón y mirando hacia Tierra de Nadie. Era Lunes. Era diciembre. La Nena olvidaba los números y por eso sus notas tenían solamente día y mes. Lunes, diciembre. El año siempre le pareció un dato irrelevante. Anotó lo de las historias de los personajes, pero en vez de Alfredo Rodríguez pensó en colocar un nombre muy sonoro, muy a lo Dostoievsky. Entonces tuvo que bajar a la sala de Humanidades a decirle a Gerardo que le prestara un libro del atormentado. Leyó “Stepán Trofímovich”. Trató de recordar bien la forma en que estaba escrito y regresó corriendo a su puesto cerca del balcón de la sala de arriba y anotó que Stepán Trofímovich, por ejemplo, podía ver concentrada su vida en unas pocas líneas: vivió cuando joven con una tía y tal y cual... todo lo que había pensado cuando se comía la empanada de queso caminando por el pasillo que va de Farmacia a Odontología.

Cuando llegó a la cuestión de El Barrio –ella siempre lo escribía con mayúsculas– dudó. Le dio vueltas a los datos que manejaba. Pensó que Luna y ella sabían muchas cosas el uno del otro, pero eso no contaba porque habían llegado juntos y lo que debía tomar en cuenta era lo que había sucedido desde ese momento en adelante. Cuando ellos llegaron ya Guillermo y los niños estaban ahí. Fueron los primeros. Todavía recordaban a Blanca, la amiga de Guillermo que se había ido dejando a los niños que no eran hijos de Guillermo sino de un tal Antonio que jamás había aparecido ni aparecería. Es todo lo que Luna y La Nena sabían de ellos, aparte de que Guillermo había estudiado matemáticas alguna vez. Lo descubrieron a lo largo de los meses. Conversando un rato aquí y otro allá, entre una discusión sobre el mejor modo de encender leña y una disertación acerca de los beneficios incalculables de caminar descalzo.

Después llegó Olga. De ella no sabían nada en absoluto que perteneciera al pasado. Sólo que tenía un título de Licenciada en algo, según dejó escapar alguna vez Salgar, expedido por la mismísima Universidad Central de Venezuela. Pero no sabían de qué se había graduado ni cuándo ni qué había hecho Olga después ni por qué había regresado con una maleta y una caja de libros a instalarse en el tercer cubículo. El cubículo que Ígor quiere compartir con ella desde hace más de dos meses y que ella se niega a dejar invadir. Ígor estudia Ciencias Sociales, nombre pretencioso para el vil oficio de perfeccionar las condiciones de explotación de los oprimidos, como dice siempre Luna. Y se quedó pensando qué más sabía de Ígor. Ni su apellido, ni la dirección del lugar donde dormía, ni la edad. Con semejantes datos no se puede presentar decentemente a un personaje. Anotó. Lo ideal sería tomarle una foto al ser en cuestión o a alguien que se parezca al personaje que estamos imaginando. Una fotomatón de esas que estampan siempre sobre cortinas azules o vinotinto gestos más bien crispados. Tomar una foto de esas, anotó, y pegarla en la página respectiva en que el personaje aparezca. Entonces sería algo así como: éste que ustedes ven aquí (flecha indicando la dirección en que se encuentra la foto) es Stepán Trofímovich o Alfredo Rodríguez o como resolvamos llamar al tipo y nos hemos ahorrado ya diez líneas de descripción de frente, cejas, ojos y tal.

La Nena se imaginó un momento cómo sería si, para hacer el experimento en cuestión, le pidiera a Ígor que se tomara una foto para ella usarla en sus notas. Se imaginó la cara de Ígor bajo la ceguera del flash, su nariz un poco cuadrada, su risa siempre lista, apagada por la vergüenza típica de los hombres que no se ríen cuando una muchacha demasiado joven les toma una foto instantánea tamaño carnet, que después coloca en una guillotina minúscula y se vuelve cuatro o seis repeticiones inútiles del mismo gesto ajeno. Se preguntó qué sería necesario aclarar, una vez colocada en el papel la foto, la flecha correspondiente y el nombre del susodicho. Habría que explicar sin embargo, anotó, los matices que las instatáneas no proporcionan. Decir que aunque allí aparece con los ojos demasiado abiertos, en realidad los carga casi siempre medio entrecerrados porque padece de una miopía aguda ¿o es antigmatismo? Que aunque aquí su boca está apretada, con los músculos en el sitio de la seriedad, él siempre anda mostrando sus enormes, blancos y parejos dientes, porque parece que sólo a través de esa apertura sonriente puede Ígor pronunciar palabras, a menos que hable con Olga. Ahí su seriedad es mortal, apasionada, terca.

Total, anota La Nena, ningún ahorro de líneas ni de descripciones. Las fotos no ayudan mucho. Tendría que hacerse una película... y ese es el departamento que maneja Ígor. Entonces ya no sería un cuento ni una novela y el lío no quedaría para nada resuelto. Pensó entonces que tal vez la solución ya la había encontrado Luna: él decía que sólo el teatro valía la pena. Luna estaba escribiendo una pieza teatral, como la llamaba con cierta ceremonia, porque estaba convencido de que imaginar diálogos y movimientos, entradas y salidas del escenario, era el único acto de creación que realmente merecía el esfuerzo. Tal vez Luna tenga razón… escribió.

Cuando terminó sus anotaciones sobre el teatro La Nena dejó de escribir y se quedó un rato mirando los árboles, las plantas pequeñas y de hojas gruesas, la grama. Aparte del almendrón, el mango, el limonero y la acacia, los cuatro árboles que había en su casa cuando era una niña, no conocía el nombre de ningún otro árbol. Los pinos, claro, pero los pinos son más un olor y no podría distinguir entre un canadiense y un caribe. Los demás eran sólo árboles grandes o pequeños, con sombra o sin sombra y nada más. Pensó que eso podía anotarlo pero después recordó, como siempre que se sentía fuera de sus propias reglas, que para la carpeta verde sólo iban los pensamientos sobre las palabras, las maneras de decir. Los pensamientos sobre las cosas concretas tenía que anotarlos en el cuaderno azul.

La Nena guardaba un riguroso orden en sus notas, porque había decidido un día que ya que todo es tan de paso, que la memoria tiene la terca costumbre de vaciarse, que lo que queda después son retazos de todo, había que dejar escrita una especie de bitácora de vida. Y así como en los accidentes buscan la tal caja negra de los aviones para saber qué pasó, en caso de tragedia, desgracia aguda o infelicidades varias, La Nena tendría un lugar donde buscar el momento exacto en que empezó a fallarle una que otra pieza. Es verdad que quería ser distraída, como decía la canción de Chico Buarque, pero también quería tener una memoria de repuesto. Se había imaginado muchas veces que cuando considerara guardado todo su pensamiento en esos papeles los encerraría en una vitrina como las que se usan para guardar los extintores de incendios. Le pondría un enorme letrero en letras rojas que dijera: “En caso de emergencia, rompa el vidrio”. Pero era una idea tonta, nunca terminaría de recoger todo en papeles. Y si perdiera completamente la memoria le sería imposible reconocer como suyos los trazos, las frases, los nombres. Todo estaría perdido.

Pensó que podía aprovechar que estaba en la Biblioteca para darse un baño. Solamente tenía que hacerle la señal acostumbrada a Luis para que le sacara del último estante de atrás la bolsa con el paño, el jabón y las cholas de goma. Pero era demasiado temprano y había mucha gente todavía. Era mejor regresar después. Recogió sus papeles, se despidió de la gente y regresó al cafetín a pedirle a Hipólito que se manifestara con algo a cambio de un par de botellas. Si esto no funcionaba, se acercaría hasta el comedor a pedirle a la señora Alberta las sobras de verduras y los pedazos de pellejo con carne que necesitaban para la olla de hoy. Lunes, diciembre.

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