7.1.09

6

–Mi hermanazo del alma –dijo Ígor desde su eterna sonrisa.

Salgar lo miró sorprendido.

–Entre los siete millones de bares que hay en Caracas tú tenías que venir a parar justo a éste, ¿no? –saludó Salgar.

–Maestro, mi querido maestro, usted sabe que nada sucede en esta vida por casualidad –dijo Ígor mientras se sentaba en la barra–. Todo nos es dado por una razón que la mayoría de las veces se nos escapa.

–Déjate de pendejadas y dime de una vez si vas a tomarte conmigo un trago o no –dijo Salgar, como si hubieran dejado de verse apenas ayer.

–¡Cómo no, cómo no! –dijo Ígor y pidió una cerveza con un gesto–. Si justamente me venía yo preguntando cómo es posible que yo no pueda encontrar hoy a un buen amigo con quien echarme unos palitos.

–Y ¿cuál es el motivo de la celebración? –preguntó Salgar.

–Digamos que una puerta que se me abre, mi querido amigo –dijo Ígor levantando el vaso, que claramente no era el primero del día.

–¿Un negocio?

–No tanto como un negocio, más bien una oportunidad –dijo misterioso Ígor.

–Pues, brindo por eso –dijo Salgar– sea lo que sea.

No eran más de las diez. Para algunos la noche apenas empezaba. Para Salgar ya era hora de irse a dormir. Pero Ígor insistió en que hacía tanto tiempo que no se veían, que ésta era una de esas coincidencias astrales que suceden una vez cada cincuenta años, que tenían que conversar. Salgar terminó aceptando. Se mudaron de la barra incómoda y ruidosa a una mesa con espejo atrás que permitía mirar a los demás como si estuvieran en una película. Salgar eligió la silla que miraba a la pared, Ígor se sentó frente al espejo. Tenía traje y corbata, el pelo muy corto y aplacado con fijador. Se miró un instante y volteó como avergonzado de su propio gesto.

–Qué me cuenta, qué me cuenta, profesor Salgar. Ya se jubiló o sigue todavía en la brega: iluminando el camino del saber a las ovejas descarriadas –dijo Ígor con entusiasmo.

–Ya me jubilé –dijo Salgar sin sonreír.

–No se me ponga serio que aquí estamos celebrando. Cuénteme qué está haciendo con todo el tiempo que le sobra.

–Escribo, quiero decir, estoy tratando de escribir –dijo Salgar con cierta modestia.

–Por supuesto, por supuesto. Un hombre con su educación y sus evidentes dotes tiene que dedicar sus años dorados, sus años de mayor sabiduría quiero decir, a la escritura, a dejar una huella por la que puedan caminar las futuras generaciones. Y, cuénteme ¿qué está escribiendo, profesor, si se puede saber? –dijo Ígor.

–Una especie de novela.

–Cómo que una especie… se es o no se es, maestro. No me venga con medias tintas.

–No la he terminado, por eso no sé exactamente qué es lo que va a salir. He escrito cinco capítulos y estoy en un punto muerto. No sé cómo resolver algunas cosas. Tal vez al final me decida a escribir un guión para una película o una obra de teatro… –dudó Salgar.

–Eso es lo de menos, maestro. El arte sólo exige el gesto de la creación, lo demás son detalles prosaicos, minucias –dijo Ígor en una voz innecesariamente alta.

Salgar estaba empezando a fastidiarse del tono que Ígor había elegido para dirigirse a él esta noche. Sabía que era solamente una de sus poses y que, si recordaba bien sus cambios de humor de hace tiempo, no tardaría en aburrirse él también. Era cuestión de darle tiempo. Se levantó con la excusa de buscar otro par de cervezas y se demoró más de lo necesario. Ígor entendió que le estaba dando una oportunidad. Había poca gente en la barra, era lunes, abril, solamente se veían por el espejo algunos parroquianos y uno que otro advenedizo de paso. Cuando Salgar regresó, Ígor se quedó callado y esperó a que el profesor comenzara a hablar.

–Estoy tratando de escribir la historia de El Barrio –dijo por fin Salgar.

–¿La historia de El Barrio? ¡No me diga más, no me diga más! Conozco bien todo el asunto. Y estoy de acuerdo con usted en que se trata de una historia digna de ser contada. Usted sabe que yo también estuve con ánimos de hacer una película sobre el colectivo, como lo llamábamos, ¿no? Pero después que pasó lo de Guillermo, todos como que nos desbandamos y no había nada que hacer ahí ya –Ígor se tomó un enorme trago de cerveza.

–Es tal vez un problema de conciencia. No puedo evitar sentirme culpable. Yo sabía tantas cosas y no hice nada. Yo había escuchado todos los rumores… –trató de explicar Salgar.

–Todos habíamos escuchado rumores. Rumores, rumores… eso es todo lo que se oye en este país y al final nunca pasa nada. Usted sabe que no había nada que hacer –insistió Ígor.

–Tuvimos miedo –dijo Salgar–. Lo que realmente pasó fue que tuvimos miedo de enfrentar a Paz Dávila y a todos los que junto con él querían imponernos la paz de los muertos.

–Tampoco así, maestro. La cosa no era para tanto. Usted sabe que a fin de cuentas todos esperábamos desde el principio, desde que Guillermo y Blanca se instalaron con los niños en el barrio, todos esperábamos que alguien viniera a sacarlos. Nadie pensó que esa ocupación soberana, como la llamó después Luna, iba a durar para siempre –dijo Ígor con un tono práctico de ejecutivo.

–No se trata de duraciones sino de intensidades –se oyó decir Salgar, casi sin reconocer su propio tono, que le pareció solemne y cansado.

–Ah no. No se me ponga metafísico, porque para eso voy a necesitar otra cerveza.

–Era un proyecto, un signo de resistencia. Eso era lo importante –trató de explicar Salgar.

–Precisamente, como signo de resistencia, como usted dice, no se puede negar que habían durado bastante, ¿no? –dijo Ígor.

–No era necesaria la violencia, ni la brutalidad. Hubiera sido suficiente otro gesto… un gesto de poder más simbólico que real –dijo Salgar, con la cabeza entre las manos, como buscando sacarse las palabras de la memoria.

–¿Y usted conoce algún gesto de poder que en este lado del mundo se manifieste de una manera que no sea brutal? –dijo Ígor sonriendo sin ganas.

–No sé. Sigo pensando que no era necesario llegar a tanto. En todo caso, yo necesito contar esa historia. No puedo seguir cargándola conmigo. Siento que se lo debo a Guillermo y a los niños –dijo Salgar.

–¿Por qué a los niños? Ellos no se deben acordar de nada a estas alturas. ¿Usted sabe que se ha calculado que para el año dos mil veinte los adolescentes van a tener un lapso de atención de menos de cinco segundos? –dijo entusiasmado Ígor, con la esperanza de poder cambiar de tema.

–No creo que lo hayan olvidado. Ellos perdieron todo, se quedaron sin nada y sin nadie, ¿cómo crees que eso puede medirse en segundos? Se trata de toda una vida, de toda su vida –dijo Salgar.

Ígor se quedó callado. Miraba por el espejo a un grupo que acababa de llegar hablando alto, pidiendo que cambiaran la música y apartaran algunas mesas para bailar. Pasó un rato de discusiones y negociaciones hasta que los recién llegados se calmaron y aceptaron música sin baile. Ígor intentó volver a beber y se dio cuenta otra vez de que su vaso ya estaba vacío, pero el de Salgar seguía a medias. Esperó otra vez a que el profesor dijera algo y finalmente se resignó a intentar de nuevo.

–¿Usted los ha vuelto a ver? –dijo tratando de no sonar impertinente.

–No. Bueno, vi a Olga, pero ella no cuenta –dijo Salgar.

Ígor se enderezó en la silla y carraspeó. Se tocó la corbata con la punta de los dedos y trató de sonar casual.

–Claro, ella no cuenta. Así que la vio… –dijo. Pero no sonó a pregunta sino a una especie de afirmación dudosa.

–En las vacaciones del año pasado –dijo Salgar.

–¿En el pueblo? –esta vez sí preguntó Ígor.

–Sí. Yo había ido a vender la casa que todavía mantenía allá. La tenía como una especie de amuleto contra el destino, tú sabes, como un plan de respaldo, por si acaso… –dijo Salgar.

–¿Y cómo la vio? –puntualizó Ígor que esta vez no quería cambiar de tema.

–¿La casa?

–No, a Olga ¿cómo fue que la encontró? ¿cómo estaba? ¿qué estaba haciendo?

–Olga estaba allá, otra vez viviendo con su tía en la vieja casa del cerro en la que vivía antes, tú sabes.

–No.

–¿Cómo que no? ¿Ella nunca te contó de su tía, de la casa en el pueblo? ¿de la biblioteca del ancianato?

Ígor no supo qué responder. Le daba vergüenza admitir que no sabía prácticamente nada del pasado de Olga, que nunca había respondido a ninguna de sus preguntas cuando intentó saber algo de ella.

–Pues esa es una historia muy vieja y un cuento muy largo para contarlo hoy –dijo Salgar, decidido ya a irse a dormir.

–No me haga eso, maestro –suplicó Ígor– cómo me va a dejar con esa intriga. Por lo menos cuénteme cómo está ella.

–Está bien. Todo lo bien que puede estar alguien que viene de regreso de todo y que a los cuarenta años siente que no tiene ya ninguna razón para vivir –dijo Salgar.

–Cuarenta años –murmuró Ígor.

De pronto se dio cuenta del tiempo que había pasado. Trató de recuperar la imagen que tenía de Olga en su memoria y le pareció tan joven, tan fuerte y tan lejos de cualquier signo de vejez que no pudo entender cuándo se volvió una mujer de cuarenta años ni cómo semejante cosa era posible. En el mismo instante se dio cuenta de que él tenía ya cuarenta y cinco y eso le resultó todavía más sorprendente.

–Uno se pone viejo, ¡qué remedio! –dijo Ígor desconsolado.

Al fondo se escuchaba un bolero de esos que sólo recuerdan los que han pasado los cincuenta. Salgar pensó que era extraño que este muchacho al que él mismo le había dado clases estuviera delante de él hablándole de ponerse viejo. Se tomó de un trago la cerveza ya caliente que quedaba en el vaso y se levantó para irse. Ígor insistió en que lo acompañara a una última cerveza. Salgar estaba cansado y a punto de sentirse realmente deprimido.

–Si te basta con que te vea tomar, me quedo –dijo al fin.

–Bueno, si no hay remedio –aceptó Ígor y se levantó lo más rápido que pudo a buscar otra cerveza.

–Al final resultó que todo ese desastre y toda esa violencia solamente sirvieron para que Paz Dávila ganara unos puntos con el Rector y para dejar entrar a la universidad la tal policía civil –siguió Salgar con su tema cuando Ígor regresó.

–Unos tipos bien malencarados, la verdad sea dicha –dijo Ígor–. Por suerte yo ya estaba a punto de graduarme cuando esos tipos empezaron a meterse en todo.

–Cuando se sintieron con derecho a evaluar los planes de estudio la cosa llegó realmente al colmo –agregó Salgar–. Todos nos quejamos, hicimos paros, amenazamos con renunciar en masa… ¿te acuerdas?

–La verdad es que ya a esas alturas, con mi título bajo el brazo, yo apenas me enteraba de lo que pasaba en la universidad. Estaba más preocupado por mantenerme en mi trabajo.

Salgar no respondió. La memoria de todo lo que había venido después se le fue amontonando de pronto en un gesto de angustia que Ígor vio venir como una ola.

–No se me abisme, maestro, no se me apelotone –trató de atajarle el ánimo Ígor.

–Cómo vamos a contarle esta historia a los que esperan de nosotros una explicación, una rendición de cuentas –dijo Salgar.

–Nadie espera ya nada de nosotros –dijo Ígor, incluyéndose en un plural que no le pertenecía.

–Tal vez si contamos todo de nuevo, tal como lo recordamos, alguien pueda algún día darle un sentido a lo que pasó –se respondió a sí mismo Salgar.

–Maestro, yo llegué hace mucho tiempo a la conclusión de que recordar nunca es una buena idea –respondió Ígor después de una pausa que parecía respetuosa–. Cuando uno recuerda cambia todo. Lo que era alegre se vuelve triste, lo que ya era triste se vuelve dramático y lo simplemente dramático se vuelve patético.

Salgar asintió con la cabeza mirando el fondo del vaso.

–Sí –dijo después de un rato– pero recordar es lo único que nos queda.

–¿Usted cree que Olga esté allá en su pueblo tratando de acordarse de cada detalle de todo lo que pasó? –preguntó Ígor, pero casi en el mismo instante en que terminó la frase notó lo inútil que era.

–No sé.

Los dos se quedaron callados. El grupo que había entrado antes pidiendo música se levantaba ya. Contaban a gritos que se iban con su baile a otra parte. Se oyó un revuelo de sillas y mesas moviéndose. Ígor los miró a través del espejo hasta que salieron. Se hizo un silencio pesado que lentamente se fue llenando con las voces más discretas de los que quedaron en el bar, cada quien retomando sus propios asuntos donde los habían dejado. Ígor buscó un modo de levantar el ánimo de la conversación ya muerta, pero no se le ocurrió nada ingenioso que decir. Después de cuatro cervezas su ánimo solía ponerse taciturno, así que esperó hasta que oyó a Salgar hablar de nuevo.

–Antes de que mataran a Guillermo yo hablé largo con Luna.

–¿Ah, sí? –murmuró Ígor, sólo para animar a Salgar a seguir.

–Le dije que debían irse, que los niños corrían peligro, que aunque no fuera por ellos sino por los niños se fueran del Barrio... Hablamos durante mucho rato. Más bien yo hablé. Sabes cómo era Luna cuando alguien trataba de convencerlo de algo con lo que él no estaba muy de acuerdo...

–¡Terco como una mula! –asintió Ígor.

–Pero justo después él y la Nena se fueron, como dos delincuentes, en el medio de la noche, sin avisarle a nadie y hasta el sol de hoy nadie ha sabido más nada de ellos... ¿tú has sabido algo? –preguntó Salgar como confirmando lo que acababa de decir.

–Rumores... –dijo Ígor como si temiera revelar un secreto.

Salgar se mostró sorprendido. Creía firmemente que Luna y La Nena habían salido del país o se habían ido a un lugar recóndito del interior, que era casi lo mismo, una forma de exilio. Esperó a ver si Ígor continuaba la frase. Pero no parecía tener intenciones de decir nada más, así que insistió.

–¿Qué rumores? yo no he oído ningún rumor sobre ellos...

–Maestro, maestro... no creo que nos haga ningún bien volver sobre esto. Un hombre como usted, con tantas cosas importantes que hacer, qué le puede interesar un rumor de nada sobre un par de infelices a los que se los tragó la tierra, como diría el maestro Gallegos.

–No me vengas con citas, dime qué fue lo que te dijeron –dijo Salgar casi alzando la voz.

–Pues, dicen que La Nena dejó a Luna y se fue a vivir a Canadá con un músico dominicano.

–Eso suena a best-seller de segunda... ¿y Luna?

–Ah, esa parte del cuento es más complicada. Creo que eso va a tener que inventarlo usted en esa novela que está escribiendo maestro... hay quien dice que Luna se fue a vivir en el Delta y que allá está todavía amancebado con una india y espantando mosquitos. Otros dicen que la tristeza y la soledad lo llevaron al Amazonas y que cruzó el río y anda de garimpeiro por allá por Manaos. Pero hay quienes juran que lo han visto todavía escondido en los techos, en los sótanos y en los pasillos de la Central por los lados de Farmacia y Odontología... ¿cuál final le apetece más para esa historia, maestro?

–Esto es serio –dijo Salgar con tono grave−. No es algo de lo que uno pueda estarse burlando gratuitamente.

–No me burlo, profesor –dijo Ígor−. Pero convengamos en que la memoria funciona muchas veces como si se tratara de una ficción y a veces me pregunto si no nos hemos imaginado todo esto.

–Puede ser –dijo Salgar levantándose para irse−. Pero no. No lo hemos imaginado. Porque Guillermo está muerto.

No hay comentarios: