27.1.09

9a

Lo primero que verían quienes entraran a la sala sería el escenario vacío. Apenas una luz. Dos sillas. Altas, como taburetes de bar. En ellas van a conversar más tarde dos hombres. Uno mayor, tal vez de unos sesenta años. El otro más joven, pero no mucho, tal vez en sus cuarenta. No están en el escenario todavía. Cuando el público entra a la sala sólo ve esos dos taburetes en un rincón y lo demás está en penumbras. Poco a poco la escena se ilumina y se anima. Se escucha una música más alegre de lo necesario, alguna canción de Celia Cruz o de Maelo. Se van prendiendo las luces y se ve que los taburetes están cerca de una barra. Gente entra a escena por la derecha y se pierde hacia el fondo a la izquierda. Se escucha el murmullo de conversaciones y el sonido de vasos, copas y cubiertos. Un hombre flaco y alto se sienta en uno de los taburetes. Le hace un gesto al barman, que de inmediato le pone enfrente una cerveza fría sin mediar palabra. Pasa un rato en el que el hombre se va tomando poco a poco la cerveza. Cuando termina de tomársela el barman lo mira, esperando la orden de servir la otra. El hombre asiente con la cabeza y al instante le es servida otra cerveza espumosa y helada. Entra un hombre bajo y muy delgado, casi huesudo, y se sienta al lado del primero. Una conversación va a comenzar, así que el volumen de la música baja un poco y se oye la primera frase:

⎯¡Maestro!

Eso es todo lo que Luna ha llegado a imaginar de la obra que quiere escribir, contando el cuento de El Barrio como si fuera una historia que sucedió hace ya mucho tiempo y dos personajes secundarios lo recordaran todo veinte años después en una noche de tragos. Se ha imaginado el escenario y algunas frases de ese diálogo que no termina de precisar. Sabe que uno de ellos es Ígor, pero no se ha decidido por la identidad del segundo personaje. Tiene que ser alguien que de algún modo haya estado al tanto de lo que pasó, pero también debe ser alguien que sienta una especie de obligación moral de recordar. Si es posible, debe conocer a algunos de los personajes desde antes de que todos terminaran viviendo en El Barrio. Se le ha ocurrido que alguien como Salgar sería el mejor para esa obra, pero todavía sigue tentado por la idea de construir un personaje a su propia imagen y semejanza. Sería casi un testimonio autobiográfico, valga la redundancia, se dice Luna mientras camina por el pasillo de Farmacia en dirección a Odontología.

Está buscando a La Nena desde temprano y no ha podido encontrarla. Se vino trazando una de las rutas que más recorre La Nena cuando quiere desentenderse de todo el mundo. Subió por tierra de nadie hasta la Plaza del Rectorado. Recorrió las rampas que dan al primer piso del Aula Magna, porque La Nena se sienta a leer arriba cuando no hay ningún espectáculo que abarrote las entradas de la sala. Nada. Bajó de nuevo a la Plaza y caminó por el pasillo que da a la Biblioteca Central. Saludó a Luis en la recepción y le pidió noticias de La Nena. Nada. Salió de nuevo al pasillo y antes de llegar a la Sala E cruzó hacia el Clínico, buscando la vía del cafetín, porque ahí servían uno de los mejores tés con leche de la universidad, según La Nena. Nada. Volvió sobre sus pasos para caminar hacia Farmacia y ver si La Nena estaba en una de sus largas conversas con la señora de las empanadas. Nada. Y ahora subía hacia la entrada de El Clínico pensando que si La Nena no estaba en el cafetín de Ciencias ya no iba a saber dónde buscarla.

Podía intentar regresar hasta La Parroquia, pero esos eran los predios de Olga y no los de La Nena. En el cafetín de Ciencias, Luna se tomó un café y estuvo un rato tratando de resolver qué hacer. No podía concentrarse porque desde el día anterior había tenido una iluminación que quería contarle a La Nena. No quiso despertarla, así que decidió que se lo diría al día siguiente, primer lunes de julio, buena señal, pensó. Pero al levantarse se dio cuenta de que La Nena no estaba y no había hecho otra cosa durante toda la mañana que buscarla.

Hoy le tocaba encargarse de la olla, aunque no habían sido muy regulares en lo de la comida últimamente, desde el asalto del mes pasado. Igual había que intentarlo, así que se devolvió una vez más sobre sus pasos, con una pesada sensación de repetición, para llegar por el camino más largo al comedor. La señora Berta había pedido un permiso porque estaba enferma, según le dijo una empleada nueva. Una señora todavía más malencarada que la señora Berta, pero mucho más pichirre. Apenas aceptó darle unos huesos pelados y unas papas viejas. Luna decidió que éste no iba a ser un buen día.

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