12.1.09

7a

Si pudiera decirle que ahora las cosas han cambiado, iba pensando Olga. Si pudiera contarle que me asusta este no saber qué hacer, para dónde ir, en qué hueco meterme. Olga no esperaba mucho de Ígor, pero se había levantado ese día, lunes de mayo, decidida a decirle que sí, con la condición de que se fueran muy lejos de la universidad a cualquier otra parte donde no hubiera decanos ni autoridades ni encapuchados de izquierda o de derecha. Pero ¿dónde se metía Ígor cuando uno más lo necesitaba?, iba pensando Olga por el pasillo de Medicina. Había buscado ya en el cafetín del Hospital Universitario, en el de la piscina una hora antes, en el AVP, en Ciencias Sociales... nada. Dónde podía estar. Olga revisó su mapa mental y se paró en seco.

Seguro que está en La Parroquia, cuando no está en ninguna otra parte es porque está jugando ajedrez en la parroquia con Gerardo o con algún otro incauto. Así que se devolvió y bajó bordeando la Biblioteca hasta el pasillo que viene de Humanidades. Dudó frente al estacionamiento de la Biblioteca y al final decidió salir por las Tres Gracias. Un poco de aire de las afueras no me va a hacer daño, pensó. Cuando llegó a la salida de las Tres Gracias no pudo evitar pensar, como siempre que cruzaba ese arco, que hace más de veinte años habían matado ahí a Belinda y, como siempre, trató de imaginarse cómo era posible que un jeep rompiera a la fuerza una cadena de seguridad y que la cadena, con el impulso horrible del golpe, hubiera ido a parar justo a la frente de Belinda para matarla en seco.

Como siempre, para tranquilizarse, pensó que ese cuento estaba muy mal contado. Después de todo, ella se lo había oído contar a alguien, tal vez a la vieja tía, que estaba repitiendo lo que le había contado una vecina, que a su vez seguramente había escuchado la historia en otra parte. Demasiadas posibilidades de error, demasiadas versiones pensó como siempre Olga. Pero la imagen de la muchacha de pelo negro azotada por una cadena al vuelo la acompañó hasta llegar a La Parroquia. Ígor tampoco estaba ahí. Olga dio una vuelta, se asomó en todos los cubículos y los recovecos, se paró en la puerta del cafetín a detallar las caras de los que tomaban café o desayunaban con empanadas y jugos. Nada. A Ígor se lo había tragado la tierra.

Ya que estaba ahí decidió martillar un café. Por suerte Pedro la vio a tiempo y le hizo una seña. Olga se sentó en la mesa del rincón y al rato Pedro le trajo un conleche tibio con dos bolsitas de azúcar. Olga le sonrió sin decir palabra. No hacía falta. Y siguió pensando dónde podía haberse metido Ígor. Mientras se tomaba a sorbos el café un muchacho alto de ojos verdes, casi azules, se acercó al mostrador y pidió un té. Olga lo midió, por puro hábito. Nunca tuvo miedo de mirar fijamente a un hombre que le pareciera atractivo. No iba a empezar ahora, por más que hubiera decidido decirle que sí a Ígor. Cuando el muchacho volteó, con el té en la mano, Olga le hizo una seña indicándole que la silla de al lado estaba libre. El muchacho sonrió y se fue acercando despacio, haciendo equilibrios con el vaso de té caliente.

–Me llamo Olga ¿y tú?

–Alfredo.

–Nombre serio –sonrió Olga.

El muchacho la miró sin saber qué responder y se quemó la boca al tratar de tomar algo de té para evitar hablar. Sopló por un rato el líquido marrón, como distraído.

–Olga también es un nombre serio –dijo por fin.

–¿Tienes cigarros? –cambió de tema Olga.

–No fumo –dijo el muchacho.

–No te pregunté si fumabas –dijo Olga impaciente.

–No, no tengo cigarros –rectificó el muchacho un poco sorprendido.

–La juventud de hoy es excesivamente sana. Tanta salud debe hacer daño –dijo Olga terminando su café. Estaba por levantarse, pero decidió darle una oportunidad al joven.

–¿Tienes algún otro vicio además de no fumar? –dijo con el bolso en la mano.

–Me como las uñas –respondió el muchacho sin entender el chiste.

Fue suficiente. Ya no los hacen como antes, pensó Olga. Sonrió, se levantó sin decir nada y se fue a buscar a Ígor a donde fuera que estuviera.

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