19.1.09

8a

Tendría que comenzar con un primerísimo primer plano de las hojas manoseadas de un libro, venía pensando Ígor, y luego abrir lentamente la toma hasta que se viera cada vez más y más espacio, lentamente, la caja de cervezas en la que estaba el libro, el piso del pasillo y poco a poco el pasillo a todo lo largo y luego el techo que lo cubre y luego de un rato comenzaría a pasar gente de un lado a otro y entonces habría un lento paneo hacia la izquierda y aparecerían los tres cubículos donde viven Guillermo y los niños, Luna y La Nena, y finalmente Olga. La luz sería de tarde, la olla de la comida estaría sola en medio del patio despidiendo humo sin nadie que la atienda. Los niños saldrían corriendo de pronto, atravesando la toma en el sentido contrario del movimiento de la cámara, entrarían por la izquierda y se perderían por la derecha. Entonces la cámara enfocaría la puerta del cubículo de Olga y la toma se iría cerrando justo cuando ella saliera, hasta enfocar un plano medio de su cara y su busto. ¡Corten!

A Ígor le encantaba imaginar versiones distintas de esta misma idea. El guión de la película que quería escribir sobre El Barrio estaba todo en su cabeza desde hacía un par de meses y hoy, primer lunes de junio, había decidido venir a contarle a Olga cuál era el final de la historia. Hace un mes ella había propuesto que se fueran a vivir juntos lejos de ahí y como sucede con todos los deseos vehementes que se hacen de pronto realidad esta noticia había producido una especie de devastación en el estado de ánimo de Ígor. No supo qué hacer ni qué responder. Sólo pudo tocar, con sus manos largas el cuerpo de Olga y sentir la tantas veces anhelada delicia de acariciar esa piel que se le había negado por tanto tiempo. ¿Cómo, cómo coño puede el cine reproducir el sentido del tacto? Se preguntaba siempre Ígor al llegar a este punto. El cine puede reproducir sonidos e imágenes pero el olor y el tacto son irreproducibles.

Sin embargo, pensaba, siempre queda la posibilidad de sugerir. Si le muestras al espectador una piel que invita a la caricia, tal vez sea posible confiar en la participación del público, dejarlo que complete el sentido e imagine que toca esa piel. Así como comemos con los ojos tal vez podamos acariciar con los ojos, tocar con los ojos. Pero tratándose del recuerdo de la piel de Olga, Ígor no parecía nunca satisfecho y llevaba semanas imaginando una toma que pudiera usar en su hipotética película para hacer que el público deseara como él esa piel. Como él la había seguido deseando después de ese día, hace ya un mes, en que Olga le dijo que buscara un lugar donde pudieran vivir juntos. Esto había significado que Olga le permitía visitarla y a veces hasta quedarse con ella hasta el día siguiente, pero no le había permitido pensar que iban a vivir juntos en El Barrio. La condición implícita de esta aceptación era la huida, la fuga de aquel lugar que se estaba desmoronando. Ígor había estado buscando con la mejor voluntad un lugar donde vivir. Mientras buscaba casa, coleccionaba al mismo tiempo locaciones para sus futuras películas, una costumbre que era difícil de abandonar cuando uno tenía un ojo cinematográfico, como llamaba él a su poco instruida afición por el séptimo arte.

Un viejo edificio al final de la Avenida Libertador a la altura de El Bosque, una casa abandonada en la plaza de Las Delicias, un edificio a punto de caerse sobre sus propias ruinas en Las Mercedes, el apartamento de paredes redondeadas que vio en aquel edificio cilíndrico que parecía más un silo que un lugar para vivir, una casa en La Pastora que seguía conservando un minúsculo patio interior, con un limonero en una esquina y muchas matas de rosas, le parecían locaciones perfectas para alguna toma que se le ocurría en el instante en que enfocaba con su ojo fílmico el lugar. Las historias surgían de los lugares. A Ígor siempre le gustó la idea de imaginar qué cuento podría contarse a partir de un espacio, desde un determinado ambiente ocupado por objetos específicos. Esa era su obsesión y no necesitaba demasiadas teorías para darle rienda suelta a su guión imaginario cuando un lugar le hacía ‘clic’ y la cámara comenzaba a rodar. Pero la gente, pensar en dirigir actores, lidiar con el cuerpo humano, crear diálogos que le resultaran convincentes y no fingidos ni recitados, esa era definitivamente otra cosa. Por eso había intentado tantas veces convencer a Luna, que era o había sido escritor de teatro, para que lo ayudara en la película sobre El Barrio, porque él sabría encontrar la palabras correctas.

Como siempre, al llegar a este punto en que su imaginación se detenía, pensaba con resignación que él hubiera encajado mucho mejor en el tiempo del cine mudo. Pura imagen, pura iluminación, pura expresión del cuerpo y del rostro, nada de palabras. Si acaso aquellos letreritos explicativos en los que se condescendía a armar un mínimo soporte anecdótico para consuelo del gran público. Pero eso sí que era arte del bueno. Con el sonido y los diálogos todo se volvió literatura y la imagen quedó en un segundo plano. Este era uno de los argumentos que Olga más le discutía, disparándole ejemplos de películas de hoy, contemporáneas, en las que la imagen estaba por encima del diálogo e incluso de la anécdota. ¡Resnais! Le gritaba Olga cuando todos los razonamientos se le acababan y el nombre de un director parecía ser el argumento más contundente. ¡Bergman! Pero Ígor nunca se daba por vencido y volvía a su tema de que las palabras habían matado al verdadero cine.

Ninguna de sus amadas locaciones había dado resultado como prospecto de vivienda, así que la relación con Olga se mantenía en un limbo habitacional que no parecía tener fin. Ni palante ni patrás, decía cuando algún amigo le preguntaba cómo iba por fin la cosa. Dada la voluble historia sentimental que conocía de Olga, no muy dada a la estabilidad o la permanencia, Ígor sabía que la oportunidad de su vida se le podía estar escapando de las manos con cada día que pasaba. Le resultaba vergonzoso reconocer que a los 25 años seguía viviendo en el apartamento de sus padres y ésta era la razón por la que no podía simplemente llevarse a Olga a vivir con él, como todo el mundo le decía cuando se enteraban de su dilema. Inventaba entonces que necesitaba un lugar más grande porque donde él estaba no cabían. Y cuando la gente le respondía con el dicho de donde comen dos comen tres él sacaba la cuenta de la gente con la que vivía y rectificaba, donde comen cinco...

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